La dificultad de mirar
desde arriba radica en el problema de las distancias. Apenas se
separa uno de la realidad de las cosas, y ya empieza a entrar en
juego la acción engañosa de las perspectivas. Para evitarlo – eso
podría pensar una inteligencia lógica y lúcida – nada mejor que
permanecer pegado al mero ocurrir de los sucesos, ajustarse como una
segunda piel a lo acontecido para ver si deviene acontecimiento. Sin
embargo, por muy lógico que sea el razonamiento, por mucho que
parezca la necesaria consecuencia de sus premisas, la experiencia, la
terca y descorazonadora razón empírica, nos dice que los
resultados de tan loable y abnegado esfuerzo no suelen ser más
fiables que los que se obtienen desde la separación y el
alejamiento; quizás por la sencilla razón de que la cercanía, por
muy radical que esta sea, no puede dejar de ser una distancia y, como
tal, pese a sus pretensiones de validez y fiabilidad, también se
halla aquejada del mal de las perspectivas. Lo dicho, no solo tiene
que ver con la conocida cuestión del árbol y el bosque u otros
adagios similares de la sabiduría popular, sino también con la
experiencia más prosaica y cotidiana que nos dice que si miramos
cualquier objeto desde demasiado cerca, este tiende a desenfocarse y
deformarse de forma irremisible. Por tanto, la única solución
práctica – aunque eso sí, provisional – para afrontar el dilema
sea aquella en la que que cada cual busca la distancia desde la que
entienda que debe mirar las cosas, siendo, por tanto, el propio
criterio, como en otros tantos casos, el único válido en estas
lides.
Todo esto viene a cuento
porque, de un tiempo a esta parte, he ido notando como mi separación
con respecto a las cosas que me rodean no ha hecho sino aumentar. Lo
curioso es que dicho alejamiento ha seguido una trayectoria poco
habitual, o más bien poco previsible, una trayectoria que yo
definiría como diagonal, es decir, hacia afuera y hacia arriba a un
tiempo, aunque en las últimas semanas con una mayor intensidad en
esa segunda dimensión. Dicho de otra manera, cada hecho que ocurre,
cada situación, cada historia a la que tengo acceso, cada
información que recibo, tienen la virtud de impulsarme cada vez más
lejos del resto de mis congéneres, lejos, pero hacia arriba. Que veo
a mis compañeros y compañeras suspirar aliviados porque ha sido
otro quien ha pasado a engrosar la filas del paro, pues una fuerza
irresistible eleva mi cuerpo separándolo del suelo en dirección a
la ventana abierta; que leo en la prensa que los índices de pobreza
aumentan al mismo ritmo que las fortunas escandalosas de los ricos,
pues nuevo empujón por encima del sillón y de la lámpara de
lectura, allá en las regiones del techo. Total, que rara vez salgo
de casa sin que mi mirada halle más horizonte que el asfalto allá
abajo y un paisaje poblado por las calvas más o menos evidentes que
a todos nos van saliendo alrededor de la coronilla.
Podrá decirse que este
fenómeno extraño que vengo padeciendo no es más que un ataque de
soberbia o de orgullo exacerbado. Puede. De hecho, yo mismo, sufridor
de una educación judeocristiana tan mutiladora como la de
cualquiera, también he llegado a pensarlo. Sin embargo, examinando a
fondo la cuestión, he llegado a la conclusión de que no hay nada de
eso, sobre todo porque si dirijo la mirada sobre mí tampoco
encuentro nada que me haga mejor que el resto de mis conciudadanos, y
si observo con atención mi comportamiento, también hay una parte de
mí que intenta alejarse volando de la otra que también soy yo
mismo.
En fin, que tras ver un
telediario, navegar por internet y recibir unos cuantos tuits; aquí
me encuentro esta tarde encaramado en un lugar que no se si será la
montaña de Zaratustra, la casa de Tarzán o cualquier otro lugar
improbable donde la altura rarifica el aire y entumece los miembros.
Tan solo espero que no sea un nido de águilas.