miércoles, 29 de mayo de 2013

Díptico de la muerte II


La luz de la luna entra por el ventanuco. La luna me acaricia el pelo, alivia con su bálsamo de frescor mi cuerpo magullado y torturado. La luz de la luna es la luz de la diosa y, aunque no pueda arrancarme estos grilletes, me brinda el único consuelo que dioses y mortales pueden ofrecerme. Mañana moriré. Es lo único que he entendido en los dos últimos días. Eso y el furor de los golpes y de los azotes. Eso y las miradas de odio y desprecio de mis verdugos. También sé cómo moriré. Lo sé porque ya lo he visto antes, porque es su forma de dar muerte a quienes caen en sus manos. Desnudos, expuestos en ese patíbulo suyo de dos maderos, lentamente. Si lo pienso con detenimiento, no tengo miedo a morir. En realidad, llevo desde entonces anhelando ese momento. A lo que tengo miedo es al dolor, a la lacerante desesperación de la agonía. ¿Acaso es humano no tenerlo? Sin embargo, ni siquiera es a eso a lo que más le temo. A lo que de verdad le tengo miedo es a la humillación, a la claudicación, a romperme en el último momento y suplicar por mi vida o por mi muerte, pero pronta, ya, y sin más sufrimiento. En el último trance quiero pensar en Tahíla y en el niño. Pero no como los vi la última vez, sino como fueron siempre. Quiero recordarlos juntos, él sobre su regazo, riendo y jugando mientras yo descargo el haz de leña y enciendo el fuego. Quiero recordarla a ella, corriendo de mi mano entre la hierba alta de la primavera el día en que hicimos el juramento ante la diosa, quiero recordar sus ojos, sus preciosos ojos, mirándose en los míos aquella noche de principios de verano. Pero quiero pensar en ellos sin lágrimas, para que mis verdugos no crean que lloro por mi muerte en lugar de por la suya.
Aunque, cualquiera sabe en qué piensan estos romanos. Aquí hemos conocido a otros pueblos, yo he conocido a otras gentes, pero nada de lo visto hasta ahora se les puede comparar. No hay más que ver su forma de luchar. Mi padre decía que a los hombres se les conoce por cómo se comportan en la lucha. Mi padre también está muerto, aunque él tuvo más suerte. Estos luchan de una manera extraña. Cerrados, apretados, escondidos tras esos escudos enormes, moviéndose como filas de insectos e hiriendo desde su concha. No hay honor en esa manera de luchar. Pero vencen siempre. Aun así, estoy seguro de que la victoria no es lo más importante para ellos, lo que de verdad les importa viene después. Porque estos no buscan vencer y llevarse el botín, estos vienen para quedarse. Ellos no se conforman con llevarse los tesoros de sus víctimas, lo que verdaderamente persiguen es esclavizar pueblos, convertir a todos los hombres del mundo en esclavos y que estos les obedezcan y trabajen para ellos como si fueran ganado. Por eso construyen aldeas fortificadas como esta. Para que todo el mundo sepa quienes son los que mandan y dónde reside su poder. Nada que ver con los otros, los de Cartago. La vida de su jefe les costó comprender que no podían llegar a sangre y fuego, pero lo entendieron. Y tuvieron que pactar. Aunque esa alianza ha sido a la postre el principio de nuestra ruina, de la ruina de toda la Oretania, la excusa final para la invasión y el expolio. No se les pudo vencer, pero tuvieron que pactar, tuvieron que respetar nuestro orgullo y nuestro linaje. En cambio estos no. Estos no respetan a nada ni a nadie. Exterminaron al ejército reunido por la confederación de ciudades, no dejaron piedra sobre piedra en Ossiria y hasta Kastilo, la orgullosa ciudad del rey Mucro, tuvo que rendirse para no ser destruida. Aun así, nadie, absolutamente nadie, hubiera pensado que fueran capaces de hacer algo como lo del otro día.
Habíamos oído que un grupo de los nuestros, uno de los que siguen resistiendo refugiados en la sierra, había atacado a un destacamento romano y dado muerte al que los mandaba. Sabíamos que habría batidas por la sierra, como ocurre en estos casos, incluso que habría algunas represalias, pero nada de tanta importancia como para que los hombres de la aldea dejáramos de cumplir con el dios-toro en su santuario de la encina. Partimos a la caída de la tarde, como manda la tradición, si digo que con malos presagios o con algún tipo de presentimiento sobre lo que iba a suceder, mentiría. Bien es verdad, como ya se encargó de recordarnos el agorero de Indivil, que la lechuza se levantó hasta en tres ocasiones al paso de nuestra comitiva, pero nadie prestó mayor atención a un hecho tan insignificante. A la salida del sol, como es preceptivo, ya estábamos ante el santuario. Celebramos todos los sacrificios para que el dios nos concediera el vigor necesario a nosotros y a nuestro ganado y presentamos nuestros exvotos agradeciéndole los favores recibidos. Comimos, bebimos y danzamos y, ya entrada la noche, dormimos cobijados por la encina sagrada del dios. A la mañana siguiente emprendimos el camino de vuelta. Ya desde lejos empezamos a divisar la bandada de buitres girando incesantemente sobre la aldea. Con el corazón encogido apretamos el paso anhelando escuchar en cada recodo el vocerío de la chiquillería que venía a recibirnos. Pero ese día todo era silencio. Un silencio desolado que cubría como un paño los alrededores de nuestra aldea. Un silencio reconocible: el silencio de la muerte. El último tramo lo hicimos a la carrera, en parte porque a esas alturas todo el mundo sabía que algo terrible había pasado, y en parte porque, con cada paso que dábamos, se hacía cada vez más perceptible el hedor de la destrucción. Y a pesar de ello, ninguno de nosotros podía esperar el espectáculo que habrían de contemplar nuestros ojos. Con la locura pintada en la cara y la desesperación ardiendo en los ojos, cada uno se precipitó en busca de los suyos. El aire empezó a llenarse de gritos de rabia, de llantos o de simples alaridos cuando los fueron encontrando. En mi caso, todavía llegué a lo que quedaba de mi choza con la vana esperanza de que los míos no estuvieran allí, que de alguna manera totalmente inexplicable hubieran podido escapar a la masacre y todavía anduvieran ocultándose por los campos. Sin embargo allí estaban. Allí, terriblemente quemada y cubierta de sangre reseca, estaba la mujer que más he amado en toda mi vida. Allí estaba mi amor, mi compañera, la ilusión de mis días, la madre de mi único hijo. Y en sus brazos semicarbonizados, aún apretaba la carne de ese hijo que tanto deseamos, la carne inerte, tierna y muerta de nuestro hijo, de la que alguien había cercenado la preciosa cabeza de pelo ensortijado.
Quise morir y quise matar. Quise morir y quise matar a un tiempo, sin tan siquiera saber cual de las dos cosas ansiaba más. Por eso, cuando aquella misma noche Pronio, el brujo, proclamó que los dioses reclamaban la sangre y las entrañas de uno de los asesinos para acallar los gritos de los muertos, yo fui el primero en ofrecerme. Yo, que siempre tuve fama de descreído. Yo, que nunca había destacado ni como guerrero ni ante el altar. Sin embargo, algo tuvo que ver Pronio en mis ojos para que, apartando con el brazo al resto de los candidatos, me eligiera a mí. Guardamos el día de sacrificios que se le debe a los muertos y fijamos para la noche siguiente lo que había que hacer. Todo ese tiempo vive en mi cabeza como entre nubes, como cuando bebes demasiado y la noche se te entremezcla y tú amaneces al día siguiente igual que si fueras un extraño. Así amanecí yo agazapado ante la empalizada de troncos. Los hombres que me acompañaban quedaron atrás, en silencio, a la espera. Comencé a arrastrarme lo más sigilosamente posible. Había muy poca luna, eso era bueno. Tenía miedo, eso era malo. No miedo a que me descubrieran o a que me capturaran, eso no tenía importancia. El miedo era a fracasar, a fallar definitivamente en lo único que me quedaba por hacer en esta vida. El miedo no se vence, el miedo te lo tragas y lo llevas encima como un fardo o una mala digestión, pero sigues adelante. Habíamos estudiado el sitio. Desde que empezaran a levantar los muros, lo sabíamos. Si se podían escalar sin ser vistos era por allí, por la esquina que daba al cerro. Empecé a trepar. Lo hice con los músculos tensos y el sudor corriéndome por el rostro y por la espalda. Lo hice esperando que, en cualquier momento, la cara y la lanza del centinela aparecieran justo ahí, arriba, a un paso, y todo se malograra. Todavía esperé un poco al llegar al final, para recuperar el aliento y para encomendarme a los dioses. Luego me asomé y vi al guardia parado, de espaldas. Por un segundo caí en la cuenta de la imposibilidad de que no me hubiera oído, de que no se hubiera percatado de que yo estaba ahí, a tres pasos escasos tras él. Pero, fuera o no posible, salté al otro lado y me abalancé como un poseso sobre su espalda. Entonces sí, entonces intentó volverse, pero ya era tarde. Lo único que pudo hacer fue lanzar un grito que no necesitaba traducción y que sellaba mi destino. Lo agarré con fuerza y le pregunté al oído si recordaba a Tahíla y Jairel. Sé que no pudo entender lo que le dije, pero aunque lo hubiera hecho tampoco habría podido contestarme porque a esas alturas yo ya le había abierto la garganta con mi puñal. Con las fuerzas que me restaban, volteé el cuerpo hacia fuera y me quedé a esperar al resto de la guardia que ya alborotaba por toda la muralla.
Ahora Pronio y los demás ya disponen de la sangre y las entrañas de uno de los asesinos, para que los dioses se aplaquen y los gritos de los muertos se acallen, y yo voy a morir. No les tengo ninguna envidia. Una vez que hayan concluido lo que vinimos a hacer, comprenderán que no tienen nada ni a nadie en este mundo, y que su único futuro es vagar como lobos expulsados de la manada. Mi parte, al menos, está concluida. Aunque sé que no es suficiente, que nunca podrá ser suficiente, no deja de ser un consuelo pensar que no tengo ningún futuro por el que vagar. Hace rato que la luz que entra por el ventanuco ha cambiado. La hora está cerca. Quería matar y quería morir, ahora ya solo me resta morir. Tahíla, amor mío, espérame que ya falta poco. Haremos juntos el viaje y llevaremos a Jairel de la mano para que no se pierda por el camino. Tahíla, amor mío, dame tú las fuerzas que me faltan para afrontar lo que me queda que pasar. Tahíla, amor mío.

domingo, 26 de mayo de 2013

Díptico de la muerte I


Estos oretanos son gente rara. Yo diría que la más rara que he visto. Bien es cierto que no he visto mucho. Al fin y al cabo solo llevo dos años de servicio. Pero lo que sí puedo decir con seguridad es que, en todo este tiempo, nunca me había topado con nadie que pelee de la manera en que lo hacen ellos. Lo normal, o eso nos han explicado, es que cuando desbordas al enemigo en el campo de batalla, este huya en desbandada presa del pánico. Entonces, la batalla está ganada y la persecución no es más que una forma de humillación y castigo. Con ellos no. Pelean como auténticos demonios durante el tiempo que sea necesario y cuando se ven vencidos, abandonan el campo sí, pero cuando tú ya te crees a salvo y avanzas seguro hacia la victoria, aparecen en pequeños grupos, desde cualquier matorral o recodo, cubiertos de polvo y sangre y con un odio sobrenatural ardiéndole en los ojos, para seguir matando y muriendo como posesos. Sí, son extraños. Como esta tierra suya. Extrema en todos los sentidos. Agreste, atravesada de ásperas montañas imposibles de cultivar, arisca y hostil pero misteriosa, reseca y rica al mismo tiempo, con su costra de tierra y sus entrañas preñadas de metales preciosos, con sus árboles de troncos retorcidos pero de frutos fecundos y sus llanuras ocres atravesadas por grandes ríos de amenas riberas. La Oretania, quién me iba a mí a decir que llegaría nunca a verla.
Ya el verano está terminando. Se nota sobre todo por las noches y al rayar el alba. Pronto pasarán los días de calor asfixiante, esas marchas agotadoras con el sol cayendo a plomo sobre el casco y la coraza y torrentes de sudor corriéndote por todo el cuerpo. Esta noche se está bien. Diríase que hasta hace un poco de frío, incluso se echa de menos algo sobre los hombros, por fin, después de tantas semanas en las que el calor no ha dado tregua ni de día ni de noche. Uno es romano, y está acostumbrado a los calores de la ciudad, pero nada es comparable a esto. Sí, esta noche se está bien. Lo malo es el puesto. Nunca me ha gustado, y me consta que a los demás tampoco. No es que esté más alejado que los otros o más expuesto, pero tiene algo, algo como recóndito que lo hace diferente, algo como de mal agüero. Puede ser la cercanía de ese cerro pedregoso y oscuro, o simplemente las cosas que se cuentan alrededor del fuego, pero he visto a muchos maldecir para sí cuando se les asigna una guardia aquí. Es como si la luna brillara menos, sobre todo esta noche en la que parece un hilo metálico a punto de desaparecer. Así que cuando te toca, te toca, y no queda más remedio que encomendarse a los dioses lares y esperar a que la guardia pase pronto. A la mía no le puede faltar mucho ya. Y sin embargo, no puedo dejar de mirar aquellos arbustos. Por momentos juraría que se mueven, que ocultan algo. Quizás sea uno de esos lagartos enormes que pueblan estas tierras. Esos que dicen que atacan a las mujeres cuando están con sus flujos y a los soldados heridos. Como para que no se te erice el pelo de la nuca. Mejor será esperar al relevo y pensar en otras cosas.
Sí, pensar en Lucilia y en Marco y en Tulio y en la pequeña Lidia que ya tendrá cuatro años. Qué lejos quedan ahora. Cuándo querrán los dioses que vuelva a verlos. Dos años ya, una eternidad. Pero la taberna no funcionaba, ni siquiera daba para alimentarnos, sobre todo desde que llegó la niña. Cuántas noches Lucilia y yo a la débil luz de la lucerna echando cuentas. Y cada vez más deudas y más competencia y menos ganancia. Hubo que tomar una decisión. Aquí la paga es corta pero apenas hay gastos. Además te la acumulan y cuando vuelves eres un personaje, eso dicen los veteranos. Aparte está el botín y los triunfos. Cualquier cosa mejor que ver pasar hambre a tu familia, cualquier cosa antes que verlos desalojados de nuestra pequeña vivienda del Trastévere. No pasa un solo día sin que recuerde la última noche antes de mi partida, los niños dormidos en sus lechos, el cuerpo embriagador de Lucilia entre mis brazos, prieto y liso después de tres partos, el sabor de sus lágrimas entre mis labios, la pasión agónica con la que hicimos el amor por última vez cuando ya levantaban las luces de la aurora. Qué será de ellos, qué me encontraré cuando vuelva... si vuelvo.
Qué suena por ahí abajo. Maldito puesto y maldita noche. Primero dar la alarma, luego enfrentar al enemigo. Pero no, ahora no se escucha nada y las tinieblas son tan espesas que no se podría ver una rata debajo de una mesa. Debe ser mi imaginación que está especialmente excitada desde lo del otro día. Sí, lo primero dar la alarma. Pero luego si te equivocas eres el hazmerreír de tu centuria, qué digo de la centuria, de la cohorte entera. Como Pluvio que puso en pie a todo el campamento y luego alanceó valientemente a un burro de carga. Todavía tiene que aguantar risas y chanzas cada vez que pasa cerca de un grupo de veteranos. Mejor será esperar y mantener el oído alerta. No veo la hora en que llegue el cambio de guardia.
Después todo es acostumbrarse y tener suerte. No sé si algún sabio lo habrá dicho, pero no hay verdad más grande en todo el mundo. Te acostumbras a las eternas marchas, al peso de las armas como si fuera una segunda piel, al miedo y a las ganas de huir cada vez que te alinean para entrar en combate, al olor y al sabor de la sangre, a los cuerpos mutilados y a que nada te importe salvo salir vivo y, a ser posible, indemne. A todo te acostumbras menos a lo de hace tres días. En estos dos años he luchado de verdad tres o cuatro veces, en verdaderas batallas, pero eso es diferente. Allí, apiñado, apretado en la formación, parapetado tras el escudo, sabes que tienes miedo, como todos los demás. También sabes que obedecerás las ordenes, también como todos los demás, porque no puedes hacer otra cosa. Y en frente hay otros como tú, pero distintos porque llevan otras armas y porque son el enemigo, que sentirán el mismo miedo que tú pero que, como tú, también obedecerán las órdenes y harán lo que tienen que hacer, que es intentar matarte, igual que tú intentarás matarlos a ellos porque es tu vida o la suya y tú no quieres morir. Es la guerra, o al menos la idea que cualquiera puede tener de la guerra. Terrible, descomunal, pero previsible y revestida, a pesar de todo quiero seguir pensándolo, de eso que los oficiales llaman honor.
Lo del Día de Marte pasado fue otra cosa. Operación punitiva o de castigo la llamaron, aunque yo no puedo ponerle otro nombre que el de masacre, la más sanguinaria y repugnante que se pueda imaginar. Dos centurias, todo un manípulo movilizado para arrasar una mísera aldea donde además no había hombres, solo mujeres y ancianos y niños, muchos niños. El motivo, el ataque de los oretanos a una de nuestras patrullas, en concreto la que mandaba Cornelio, y la muerte de este en la refriega. No era la primera vez, pero sí la primera en que caía un centurión. Además, según se decía en los barracones, Cornelio no era un centurión cualquiera. Por lo visto tenía algo que ver con el mismísimo legado o con una de sus concubinas, que para el caso es lo mismo. Así que esta vez hubo arengas, se habló del honor mancillado de la legión, de la sangre derramada, de la obligación de vengar a los soldados legionarios vilmente asesinados. Y nos tocó. Como en una mala tirada de dados. Dos centurias perfectamente formadas marchando hacia un destino que solo nuestros mandos conocían. Los hombres iban nerviosos y excitados por los discursos, esta vez no se iba a luchar sino a castigar y a matar. Nos detuvimos pronto y recibimos la orden de desplegarnos. Cuando vi cual era nuestro objetivo, una nube de malos presagios ensombreció la mañana. Aún así, avancé cuando tenía que avanzar a la espera de que el misterio se revelara. Mas pronto pude comprobar horrorizado que no había tal misterio. Allí íbamos a hacer lo que hicimos.
De lo que vino después tengo grabadas imágenes que nunca podré olvidar. Ancianos desmembrados entre dos caballos, niños decapitados en los brazos de sus madres, el olor nauseabundo de la carne quemada dentro de las chozas, las pupilas desorbitadas de una madre a la que le arrancan su hijo de los brazos, los estertores agonizantes de las mujeres violadas una y otra vez. Sangre corriendo como ríos, fuego y destrucción, soldados, los mismos soldados con los que había compartido peligros y viandas, transformados en carniceros, en sucios matarifes, dentro de una nube de horror y demencia sanguinaria que lo envolvía todo. Acabé vomitando apoyado en la esquina de una choza que todavía no había sido incendiada. Lo último que recuerdo fue a uno de los veteranos diciéndole a otro: “Estos novatos cada vez tienen el estómago más blando”, y alguien que me cogía por los hombros y me llevaba mientras me decía algo así como que hay que acostumbrarse, que esto era la guerra.
Ahora sí que he oído algo. Seguro, por aquel lado. Primero dar la alarma, luego enfrentar al enemigo. Pero no, ahí abajo no. Detrás. Está detrás. Dar la alarma: “¡Alarma!” No, no puede ser, a mí no. Este brazo que me agarra no puede ser verdad. Es muy fuerte y huele a sudor, pero no puede ser verdad. Esta sangre que me corre no puede ser la mía. Como la voz que me dice algo al oído y que no puedo entender. No, yo no quise, yo no tuve nada que ver. Lo que sí es mío es este dolor que me abrasa la garganta, la laxitud que me dobla las rodillas. Así que esto es la muerte. Este desvanecimiento sin remisión alguna, este pozo de negrura en el que caigo, esta tela de tinieblas que me cubre los ojos. No, no. Aún no. Lucilia... Lucilia.

viernes, 3 de mayo de 2013

Escritores


Al llegar, la sala está casi vacía. Es temprano aún y puedo escoger. Elijo un lugar en la parte de atrás y un poco hacia un lado. El mejor sitio para ver sin ser visto. De todas formas no creo que me reconozca, ha pasado mucho tiempo. Un aluvión de años en realidad. Y yo he cambiado: las arrugas, las bolsas de los ojos, la barriga que me excede y este andar cansino, cansado. Qué lejos queda todo. Qué lejos aquellos primeros años de universidad, el mundo que se abría como una amante fresca, joven y generosa. Las ilusiones intactas, los amores urgentes, las ganas siempre a flor de piel. Fue entonces, en la época del taller. El taller de escritura creativa de Diego Blanco. Queríamos ser escritores o poetas o guionistas de cine, o todo a la vez. Todavía recuerdo la primera vez que aparecí por allí. Él ya estaba y Elena también. Diego nos sentó en círculo como para una puesta en común y me pidió que me presentara, luego hizo lo propio con el resto de las personas sentadas en sillas de pala. A mí me devoraba la vergüenza y me propuse solemnemente no volver. Pero al final conseguí distenderme, un poco gracias a la habilidad de Diego y un mucho por la buena disposición de casi todos mis nuevos compañeros. Todos menos él. Él estuvo seco, altivo, como si me perdonara la vida por ser tan joven, tan torpe, tan inexperto y, a la vez, con un no sé qué de resentimiento, como si en otro tiempo o en otra vida yo le hubiera infligido un agravio irreparable que solo él recordara. Sí, nunca me lo puso fácil, aun así me quedé.
Poco a poco la sala se ha ido poblando y casi seguro acabará llenándose. Lo cierto es que la ocasión lo merece. No todos los días un escritor de su prestigio se digna hacer una presentación en una ciudad tan pequeña y aburrida como esta. La difusión ha estado a la altura: radio y televisión, prensa, cartelería... No ha faltado de nada. La estrella de la agenda cultural que los del ayuntamiento mandan por correo electrónico. Abrí la de este mes y ahí estaba él, su foto junto a la imagen de portada de su última novela. La foto era la de siempre, la de los últimos tiempos, pero aunque no hubiera sido así lo habría reconocido igual. Porque él, a diferencia de todos los demás, apenas ha cambiado. La misma mirada despreciativa, el pelo ahora entrecano pero repartido de la misma forma, su bigote pulcro y la media sonrisa con la que te exige pleitesía. Él venía y yo no podía faltar.
Desde el primer momento todo el mundo tuvo claro que Elena y él estaban juntos. No hubo declaraciones oficiales, al menos yo nunca tuve noticia de que se hubieran hecho, pero era evidente. Se notaba por los señales de posesión que él lanzaba continuamente, un depredador estableciendo los límites de su territorio, pero más aún por las mirabas arrobadas que ella le dedicaba cada vez que él fijaba una posición o defendía un trabajo. A pesar de ello, no dejaban de ser una pareja extraña, desigual, asimétrica. Como si su unión no fuera natural, como si los hubieran ensamblado a la fuerza. Ella mejor que él pero siempre detrás, como desenfocada. No se trata de que fueran distintos, es que, vistos por separado, nadie hubiera pensado que eran pareja. En lo que respecta a mí, tengo que decir que Elena nunca participó del afán, mayor cuanto más crecía mi crédito entre los miembros del taller, por ridiculizarme, por mostrarme ante todos como polvo bajo sus botas de genio en ciernes. Incluso en alguna ocasión tuvo que sufrir sus furibundas invectivas por defender alguna idea o alguna obra mía. Después las aguas volvían a su cauce y él la cogía por la cintura al salir del taller.
Al fin aparece. Lo hace acompañado del presentador del acto, un periodista bastante conocido en la prensa y en la televisión local. Aplausos por nuestra parte, agradecimientos con un leve movimiento de cabeza por la suya. Los aplausos cesan para que el periodista pueda hacer su discurso de presentación. Primero el nombre, Juan Amarillo, como si alguno de los presentes no lo supiera. Luego el torpe recurso de decir que va a presentar a alguien que no necesita presentación. Por fin, un torrente de palabras cada vez más pesadas, más reiterativas, más empalagosas. Él lo mira de vez en cuando con expresión de condescendencia, como perdonándole su incapacidad para enlazar adecuadamente la retahíla de halagos. Al final, el presentador se calla. Aplausos, aunque menos que antes, y el señor Amarillo toma la palabra. Desde el principio su discurso es pulcro, elegante, bien cortado; como todo lo que hace, impoluto pero carente de alma. Y entonces, de dónde sale el fuego que habita sus novelas, por lo menos en las primeras, las que todo el mundo conoce, ¿cómo puede insuflar en lo que escribe un sentimiento y una sensibilidad de la que carece como persona? Me pasé muchos años haciéndome la misma pregunta. Ahora sé la respuesta.
Los perdí de vista desde aquella época. Prácticamente desde el mismo día en que Juan anunció pomposamente que, aun reconociendo lo que había aprendido, había llegado a la conclusión de que Diego ya no tenía nada que enseñarle en su carrera como escritor. Según sus propias palabras: “Había llegado el momento de volar alto, sin trabas y sin muletas”. Ella también se fue, pero no dijo nada. Luego los vientos de la vida, en unos casos, y los huracanes del infortunio en otros, nos fueron desperdigando a todos. Como tantas veces, las relaciones se fueron enfriando y los contactos dejaron de serlo. En mi caso hasta la tarde en que volví a encontrarme con Elena.
Después de mucho tiempo, yo había vuelto a la ciudad por motivos de trabajo. Puede que la nostalgia o simplemente el desconocimiento de nuevos sitios, me llevara a tomar algo en el mismo bar al que solíamos acudir después de las sesiones del taller de Diego. Al principio no la reconocí. Creo sinceramente que ninguno de nosotros hubiera podido hacerlo. No solo por las gafas de sol que llevaba en aquel local pobremente iluminado. Lo que costaba trabajo era pensar que aquella mujer oscura y decrépita, aquel desecho que miraba con fijeza el vaso de alcohol con el que libraba batalla mientras soltaba bocanadas de humo con gesto displicente, era la vital, la inteligente, la afectuosa Elena, musa inalcanzable de cuantos pasamos por el taller de literatura de Diego Blanco en aquellos años. De hecho fue ella la que me vio primero. Con la incomodidad de quien se siente observado, dirigí mi mirada hacia el lugar que ocupaba y pude ver mi nombre dibujado en sus labios incluso antes de pronunciarlo: Andrés Azul. Me acerqué al gesto de sorpresa que anidaba tras las gafas oscuras y a la voz que decía: “Soy Elena, Elena Rojo. ¿Te acuerdas?”. Todavía incrédulo la besé, me senté y empezamos una especie de conversación que ella detuvo al poco tiempo. Con lágrimas tras los cristales me pidió perdón por su estado, me hizo prometer que nos veríamos al día siguiente en otro sitio y se marchó del bar dejando tras de sí un vaho de vodka y destrucción.
Contra todo pronóstico los dos acudimos a la cita. Ella llegó con las mismas gafas de sol y el mismo aire de derrota, pero sobria y con una sonrisa que pretendía emular la de otros tiempos. Ese día sí hablamos. Hablamos hasta bien entrada la madrugada, cuando cansados y razonablemente borrachos recalamos en la habitación de mi hotel. En los días siguientes tuvimos tiempo de pasar revista al rosario de fracasos, frustraciones y desengaños en los que consistían nuestras respectivas vidas. Los míos no tienen nada que ver con esta historia, de los suyos solo supe entonces lo que ella me quiso contar.
Hablamos de maltrato sin saber lo que hay detrás de esa palabra. No soy ninguna autoridad en la materia, solo conozco de cerca un caso. Pero en el caso que conozco, hablar de maltrato es hablar de dominación, de explotación del otro como si de ganado se tratase, de violencia cruda sobre el cuerpo y el alma, de plagio y extorsión, de violaciones maquilladas bajo la etiqueta del amor, de verte reducido a la nada más miserable, de tu vida quemada en la pira del orgullo y de la bajeza de quien te martiriza. ¿Cómo se soporta eso?, le pregunté luego miles de veces. Su respuesta siempre fue la misma: por miedo. “El miedo – decía ella – es la razón más poderosa que puedas imaginar. El miedo es el motor que mueve el mundo, por mucho que no queramos reconocerlo”. Había escapado, se había dejado la piel en el intento pero lo había hecho, es más, sabía que él no la seguiría porque amaba su carrera por encima de todo y ella tenía la llave para derribarla como a un castillo de naipes. Pero a pesar de eso, no pasaba ni un solo día en el que no tuviera miedo, en el que no recelara de verlo aparecer en cualquier momento y que ese fuera el último. En cualquier momento, en medio de una conversación, al despertar por la mañana o en los vaivenes del sueño.
Mi trabajo en aquella ciudad concluyó y como nada me retenía allí, le propuse que se viniera conmigo. Lo hice porque entendía que era lo más natural, lo hice con la misma naturalidad con la que ella aceptó. Así llegamos a esta ciudad pequeña y algo desabrida, así colonizamos el frío e impersonal apartamento que todavía habito, así empezó nuestra vida juntos. Lo nuestro no era amor. Lo nuestro era el fracaso y la soledad acompañados, el sosiego y el desahogo de los cuerpos, el apuntalar continuamente la mutua supervivencia en un mundo que ya había pasado de largo para los dos. Lo nuestro era un sucedáneo agradable, un conformarse respetuoso, un cariño compasivo, una comprensión aderezada de ternura. Lo nuestro no era amor, aunque quizás se le pareciera. Además, quién tiene derecho a decidir qué cosa sea el amor.
El caso es que, de una manera o de otra, la cosa empezó a funcionar. Elena mejoraba, o al menos eso me parecía a mí. Es verdad que había días en los que el gesto se le ensombrecía y entonces era la soledad y el llanto y el vodka, pero también es cierto que eran los menos y que, cada vez con más frecuencia, buscaba mi compañía para afrontarlos. Yo entonces cogía un vaso, me sentaba con ella y le contaba cualquier cosa o dejaba que ella hablara y le cogía la mano o le apartaba el mechón de pelo que le velaba los ojos, y al día siguiente despertábamos con dolor de cabeza pero con la sensación de haber superado un nuevo escollo sin que el barco se hundiera. Otras mañanas estaba radiante, como aquella en la que me planteo la necesidad de ganarse la vida, la inmoralidad de seguir viviendo bajo mi techo sin compartir los gastos. Con una ilusión que no le había visto en mucho tiempo empezó a buscar. Y lo hizo a conciencia: en los anuncios de los periódicos, en las oficinas de empleo, en las empresas de trabajo temporal. Probó varias cosas pero ninguna le cuajó, hasta que halló ese puesto de comercial a comisión. La zona era asequible, empezaría ganando poco pero era un trabajo digno y a su edad... El único problema es que necesitaba un coche. Sin dudarlo le ofrecí el mío y ella me echó los brazos al cuello y me besó y me prometió que solo sería por un tiempo, que en cuanto ganara lo suficiente se buscaría uno aunque fuera de segunda mano, que era muy feliz. Y yo lo único que recuerdo es que hubiera hecho cualquier cosa para que esa sonrisa no se le cayera nunca de la cara.
Aquella mañana se levantó temprano. Yo todavía remoloneé un rato en la cama. Aquella mañana había niebla. Aquella mañana, según el informe, el firme estaba resbaladizo y el vehículo, por causas desconocidas, se salió de la carretera quedando inmovilizado en la cuneta. Todos los indicios apuntan a que la ocupante del vehículo abandonó este, quizás para pedir ayuda, invadiendo la calzada. El otro conductor sostiene que debido a las adversas condiciones atmosféricas, tal y como consta en su declaración y como se puede comprobar por los partes meteorológicos del día en cuestión, solo pudo verla cuando ya era imposible evitar la colisión. Yo no lo sé, yo no estaba allí. Lo único que sé es que me dejó su ropa revuelta en los cajones, varias libretas llenas de notas para obras que nunca escribió, una carpeta con su nombre en el escritorio de mi ordenador y un agujero grande, negro e indeleble en medio del alma.
Salva de aplausos al final de la intervención. Sonrisa y repetidas inclinaciones de cabeza a modo de agradecimiento. Y ahora el autor tendrá la bondad de firmar los ejemplares de la novela al público asistente. Saco el libro que compré de camino al acto y ocupo mi lugar en la fila. Conforme esta avanza voy imaginándome cómo escribiría el momento. Primero le entregaría el libro, él lo tomaría mecánicamente, sin tan siquiera mirarme, luego yo pronunciaría mi nombre y él levantaría la cabeza y yo entonces veré. Veré su gesto, primero de sorpresa, luego de reconocimiento y por último ridículo, horrorizado al ver mi rostro flácido tras el agujero negro del arma, al saber que estas que escucha serán las últimas palabras de su perra vida: “Esto, por lo que le hiciste a Elena”.

viernes, 19 de abril de 2013

Tras la ventana


Esta mañana llegó pronto. Caminaba sin prisa, dejando que la primavera recién llegada se le metiera en el pelo y jugara con sus ropas. Nada más llegar, inició el ritual diario de apertura: levantó el cierre metálico, abrió la puerta, iluminó el escaparate y, pasados unos minutos, volvió a salir a contemplar el ir y venir rutinario de la calle. Yo ya estaba aquí, en mi puesto, como siempre. Atado a esta silla, a este escritorio y a esta ventana. La vi arribar como el ferroviario al tren matutino, con tranquilidad, con confianza, pero sin poder evitar la sorpresa de verlo ahí, embocando la última curva. Al fin y al cabo nos conocemos desde hace más de dos años, desde el día en que llegué con mi silla, mi hermana y los restos de una vida a este segundo con ascensor que constituye mi último y puede que definitivo caparazón. Para ser exactos, nos conocemos justo desde la mañana siguiente, cuando contemplé por vez primera lo que he contemplado hoy, aunque seguramente eso ella nunca lo sepa.
Hacia las once salió a por el café. Colgó el cartel en la puerta y se me perdió de vista camino de la cafetería que hay en la calle de atrás. Lo de la cafetería lo sé por mi hermana que se la ha encontrado allí alguna vez. A mi hermana si la conoce. Ella baja a comprarle las revistas o los paquetes de folios que yo le encargo. Con el tiempo he ido haciéndome de un buen surtido de su papelería: cuadernos, lápices, carpetas, cartuchos de tinta..., que guardo con cariño y acaricio con devoción de vez en cuando. Como suele ser habitual, volvió apenas diez minutos después, con un vaso en la mano y la cadencia oceánica con que mueve sus caderas. Reapareció entre dos frases que no acababan de casar y su melena negra, además de bandera, recuperó su virtud de bálsamo para mí. Como en A tu lado, cuando esa misma melena me cubría el rostro y yo entreveía el cielo azul envuelto en el perfume de sus cabellos. Cuántas veces he acariciado ese pelo, cuántas veces descansara esa cabeza sobre mi pecho. Regreso al trabajo con la tranquilidad de saberla cerca. Ahí enfrente, tras los cristales del escaparate, tan solo a unos míseros metros en plano inclinado. Noto su presencia apaciguadora y quiero pensar que ella puede sentir mi aura como un velo protector, aunque no sepa de dónde viene ni mucho menos qué nombre ponerle.
Escribo. Escribo con el sabor de su boca en mis labios, con el regusto de tantos besos rendidos, ofrecidos, saboreados. Podría narrar de memoria como fue el primero, el momento en el que nuestros labios cayeron los unos en los otros por primera vez, creo (no creo, lo sé) que lo conté en Por el camino. Como me sé de memoria cada curva de su cuerpo, cada rincón recóndito de su amada orografía. Como puedo inhalar en este mismo instante sus aromas, desde el perfume que lleva y que yo le regalé, hasta la fragancia más íntima que exhala su cuerpo. Escribo. Escribo como siempre. Y recuerdo las noches y las tardes y las mañanas. El goce infinito de tenerla en mis brazos mientras el tiempo se dilata. Aquella suavidad cálida de su mano cuando paseábamos por los alrededores de la finca de mis padres en Veredas. La profundidad de sus ojos frente a la languidez de la tarde en la terraza de aquel café parisino de Montmartre. La violencia febril con la que penetraba su cuerpo, danzando los dos en frenético aquelarre a medio camino entre el placer y el dolor en La noche a tragos. Sí, recuerdo, recuerdo y escribo. Y la mañana va transcurriendo como tantas, sin sobresaltos, como son las mañanas de los amantes cuando se saben el uno del otro, cuando el efecto lenitivo del mutuo conocimiento sosiega los espíritus a la espera de la intimidad necesaria para que el amor y la pasión tornen a sus atávicos ceremoniales. Como suelen ser nuestras mañanas: ella tras su mostrador, yo tras mi ventana y flujos ininterrumpidos de sentimientos y de palabras cruzando cual puentes colgantes la distancia vacía.
A las dos menos cuarto, cerró la puerta acristalada, echó el cierre y desanduvo la acera. Parecía cabizbaja, como preocupada, desde luego nada parecido a su expresión de esta misma mañana. Instintivamente me preocupé. Es cierto que la venta había estado floja, que muy pocos clientes habían traspasado el umbral, que muy pocas bolsas salieron ejerciendo la función para la que fueran ideadas. Pero no menos que otros días. Con el corazón encogido he oído teléfonos mensajeros de la desgracia, he visto sobres portadores de malas noticias, o simplemente gotas que son las últimas, esas que tienen la perversa misión de colmar el vaso. Alternativamente pienso que me excedo, que soy un tonto, que vuelvo a caer en la trampa de malinterpretar cuanto ocurre a mi alrededor. Sin embargo, sin poderlo evitar, me encuentro de nuevo rondando la que ha llegado a ser mi peor pesadilla. Aquella en la que un día cierra la puerta para que no volverla a abrir jamás y recorre por última vez nuestro trozo de acera. O su variante, en la que una mañana su tienda la ocupa un desconocido, alguien incapaz de dar respuesta a las preguntas que le dirijo a través de mi hermana. La misma pesadilla, aquella en la que, por un motivo que siempre se me escapa, ella se marcha para siempre sin decir adiós y sin elevar siquiera la vista hacia mi ventana. De alguna manera, de alguna fatídica manera, vivo esperando la llegada de ese día. Del día en que desaparezca y yo no sepa dónde buscarla. Del día en que mi vida de invalido sea por fin y definitivamente una vida inválida, desamparada, inútil. El mismo día en que dejen de tener sentido estos textos que escribo. Los relatos en los que hemos vivido nuestro amor. Estos relatos que con el mayor de los esmeros compongo tras mi ventana para después publicarlos en este blog, con la esperanza de que un día, al azar, mientras navega distraída por la red, dé con ellos y se reconozca y me reconozca y cruce la calle mirando hacia arriba, con los ojos pequeños, intentando distinguir mi rostro a través del cristal.

miércoles, 10 de abril de 2013

Carta en abril


Radiante. Desde que se levantara, estuvo buscando la palabra con la que definir la mañana y solo le salía el adjetivo “radiante”. No precisamente porque el término le gustara más que otros. Al contrario, palabras había para calificar aquella mañana, palabras como luminosa, pletórica, idílica y hasta esplendorosa. Sin embargo, cada vez que volvía sobre el tema era lo mismo. No había manera, la mañana era radiante.
En cualquier caso, lo que importa es que aquella radiante mañana, tras tomar el desayuno, decidió al fin salir del cuarto en el que había pasado el invierno. Dejó la mesa de trabajo con sus notas y sus libros esparcidos, dejó reposar la pantalla del ordenador y al gastado teclado y, tomando un cuaderno y un bolígrafo cualquiera, buscó acomodo en la mesita de la galería de madera, justo en la esquina de la derecha según se mira a la puerta de entrada. Contempló por un instante el bosquecillo de álamos que cerraba la explanada como si no lo hubiera visto en mucho tiempo, vio pasar unas cuantas nubes blancas, algodonosas y, ensanchando los pulmones, absorbió la mayor cantidad posible de aire primaveral. Luego, abrió el cuaderno y escribió:


Amada mía:
Aprovecho tu ausencia, la lejanía a la que nos condena la obligación inmisericorde, para escribirte una carta. Quizá lo consideres una tontería, porque dentro de nada estaré otra vez contigo y podré decirte sin intermediario alguno lo mismo que ahora escribo. Pero de sobra sabes que no soy de caminos directos y que me es más fácil poner las palabras en un papel que encontrar la ocasión propicia para pronunciarlas. Tampoco esperes que lo que vaya a decirte sea un gran misterio (en todo caso si lo fuera sería “nuestro” misterio), al menos no tanto como para requerir mayores formalidades. Porque lo que quiero decirte, en fin, es que te quiero.
Cuando dentro de unas horas vuelvas, volveré a expresarlo como lo hago siempre, como nos lo decimos cada vez que nos miramos y nos brillan los ojos, como cuando te contemplo y la tenaza del sentimiento me oprime la garganta. Sin embargo, con estas letras humildes y arrogantes a un tiempo, quisiera decírtelo de una manera especial. Letras humildes son, porque miran desde abajo, como se mira a una diosa, la Astarté lúbrica y fuerte que siempre has sido, que siempre eres y que siempre serás. La Astarté nacida de las aguas lustrales que bañan los fondos marinos, la Astarté renacida en cada pleamar, en cada aurora en la que el sol emerge purificado de las profundidades oceánicas, la Astarté dadora de vida, de vientre fértil y manos acariciantes. Esa eres tú. Mis letras son humildes, sí, pero también arrogantes. Participan de la arrogancia escandalosa del que ama, del que ofrenda el amor sin pararse a pensar si ese amor que ofrenda es digno del ser amado. Es más, gozan de la soberbia y de la temeridad del que ama a la diosa, del que aspira sin más fuerzas que las propias y las que el amor le da a ser el único oficiante de un rito sagrado, oculto, vedado a la naturaleza mortal. Así y todo, con esa mezcla de humildad y arrogancia que habita en estas letras, yo te quiero.
Yo te quiero frente a la vida desatenta que desgasta los huesos y las ganas, yo te quiero frente al cielo y al infierno, te quiero frente a la muerte y frente a la nada. Te quiero más allá de las medidas, con la hondura insondable de la tierra, con la fuerza escondida en las montañas. Te quiero sin razón y sin motivo, caballero solitario si hace falta que dichoso abrazara su desdicha por el alto galardón de una mirada.


Tras la última línea se detuvo. Releyó lo escrito. Como tantas veces, no supo qué pensar. ¿Sería lo suficientemente bueno?, ¿diría lo que tenía que decir sin perderse en circunloquios inútiles?, ¿llegaría a buen puerto o erraría eternamente sin alcanzar su meta? Se dijo que nunca lo sabría a ciencia cierta. En todo caso, estaba seguro de que decía la verdad y eso, al menos para él, era lo más importante.
Estiró los brazos y, de repente, sintió ganas de levantarse. Anduvo hasta la cocina y puso a calentar agua para prepararse una taza de té. Cuando volvió el sol estaba alto. La humedad acumulada perlaba de gotas las briznas de hierba, como si de un imposible campo de diamantes se tratara. Aquí y allá, en revoloteos súbitos, los habitantes del aire celebraban la libertad recién recobrada. El pobre, mísero y castigado planeta desplegaba sus pétalos en el periódico ceremonial del renacer. Era abril, su mes, el de los dos.
Concluyó en que hoy, por lo menos hoy, no se acabaría el mundo y con este pensamiento, regresó a la mesa y volvió a escribir:


Nadie mejor que tú sabe de mi vida. Nadie mejor sabe de mis silencios, a veces inacabables, de mis altibajos, de mis largas travesías por el país de los muertos. Nadie mejor sabe de los esfuerzos que hago contra mis miedos, contra el desaliento que me empuja a recluirme eternamente en la covacha de la amargura y el resentimiento. Nadie mejor que tú sabe de mí. En muchas ocasiones pienso que me conoces mejor que yo mismo. No pretendo con eso disculpar mis desatenciones, mis enfados sin motivo aparente, mi terca costumbre de encerrarme en mi mismo sin ver más allá de mi propia desolación. Nada más lejos de mi intención esta mañana. Solo creo que de poco sirve contarte lo que ya sabes.
En lugar de eso, prefiero pensar en tus ojos cuando me miran como solo tú sabes hacerlo, en tu pelo al viento la tarde en que por primera vez te besé en los labios, en el tobogán vertiginoso en el que se convierte tu cuerpo cuando mi boca y mis manos descienden por él. En lugar de eso prefiero pensar en lo que hemos creado juntos, en lo que hemos ido levantando con los materiales de los sueños, el amor y la constancia. En el fruto de tu vientre que me alegra los días y que es una segunda tú que me acompaña cuando tú no estás. En el frondoso vergel en el que se ha convertido mi vida, antes páramo baldío, desde que accediste a llenarla de ti.
En todo eso es en lo que prefiero pensar esta mañana. De todo eso es de lo que me gustaría hablar contigo y por eso te lo escribo. Porque otra vez es abril. Porque otra vez el mundo renace, y con él, nuestra historia, nuestro amor. Porque es abril, un abril eterno que niega a la muerte, que demuestra en la práctica que la vida, la alegría y el amor son posibles en un mundo triste, despiadado y yerto. Es nuestro abril, el tuyo y el mío. Y lloverá, y habrá tormentas de truenos ensordecedores, habrá súbitos aguaceros y lloviznas que nunca parecerán terminar, pero tú y yo sabemos que todo eso es pasajero, porque precisamente así es abril, como la vida, un turbulento devenir cuyo único fin es que vuelva a brillar el sol, pero un sol nuevo, limpio, acrisolado y fresco.
Abril de vez en vez, y el remanso de paz de nuestra casa, y el calor de tu cuerpo todas nuestras noches. Qué más se puede esperar de la vida, dónde mejor esperar a la muerte.
Eso y nada más quería decirte. Esa es la única razón de estas cuatro líneas. ¿Y acaso me parece poco? Pronto volverás y, como siempre, nada más será necesario, pero quizás habrá valido la pena contarte por escrito lo que mis ojos y mi corazón ya te dicen, siempre, cuando estoy contigo.
Tuyo.

Soltó el bolígrafo sobre la mesa, respiró hondo y comprendió que todo lo que quería decir ya estaba escrito. Aún así, despacio, más por costumbre que por necesidad, volvió a leer la carta. Aquí y allá creyó detectar alguna arista, alguna aspereza que limar, frases o expresiones que no acababan de encontrar su acomodo. A pesar de todo, decidió dejarlo como estaba.
Era consciente de que, en todo caso, lo peor venía ahora. Ahora venían las largas horas, el tiempo de la espera. Ahora era la impaciencia y la inquietud. El lento arrastrarse del tiempo del reloj. Hacía ya once años, once abriles y siempre le sucedía lo mismo. La misma ansiedad, el lacerante desasosiego mientras aguardaba el momento. El instante de liberación en el que lo escrito lo abandonaba por fin para alcanzar su verdadero ser. La fracción de segundo en que las palabras escritas dejaban de pertenecerle para ser total, definitivamente, de Ella.