La luz de la luna entra por el ventanuco. La luna me
acaricia el pelo, alivia con su bálsamo de frescor mi cuerpo
magullado y torturado. La luz de la luna es la luz de la diosa y,
aunque no pueda arrancarme estos grilletes, me brinda el único
consuelo que dioses y mortales pueden ofrecerme. Mañana moriré. Es
lo único que he entendido en los dos últimos días. Eso y el furor
de los golpes y de los azotes. Eso y las miradas de odio y desprecio
de mis verdugos. También sé cómo moriré. Lo sé porque ya lo he
visto antes, porque es su forma de dar muerte a quienes caen en sus
manos. Desnudos, expuestos en ese patíbulo suyo de dos maderos,
lentamente. Si lo pienso con detenimiento, no tengo miedo a morir. En
realidad, llevo desde entonces anhelando ese momento. A lo que tengo
miedo es al dolor, a la lacerante desesperación de la agonía.
¿Acaso es humano no tenerlo? Sin embargo, ni siquiera es a eso a lo
que más le temo. A lo que de verdad le tengo miedo es a la
humillación, a la claudicación, a romperme en el último momento y
suplicar por mi vida o por mi muerte, pero pronta, ya, y sin más
sufrimiento. En el último trance quiero pensar en Tahíla y en el
niño. Pero no como los vi la última vez, sino como fueron siempre.
Quiero recordarlos juntos, él sobre su regazo, riendo y jugando
mientras yo descargo el haz de leña y enciendo el fuego. Quiero
recordarla a ella, corriendo de mi mano entre la hierba alta de la
primavera el día en que hicimos el juramento ante la diosa, quiero
recordar sus ojos, sus preciosos ojos, mirándose en los míos
aquella noche de principios de verano. Pero quiero pensar en ellos
sin lágrimas, para que mis verdugos no crean que lloro por mi muerte
en lugar de por la suya.
Aunque, cualquiera sabe en qué piensan estos romanos.
Aquí hemos conocido a otros pueblos, yo he conocido a otras gentes,
pero nada de lo visto hasta ahora se les puede comparar. No hay más
que ver su forma de luchar. Mi padre decía que a los hombres se les
conoce por cómo se comportan en la lucha. Mi padre también está
muerto, aunque él tuvo más suerte. Estos luchan de una manera
extraña. Cerrados, apretados, escondidos tras esos escudos enormes,
moviéndose como filas de insectos e hiriendo desde su concha. No hay
honor en esa manera de luchar. Pero vencen siempre. Aun así, estoy
seguro de que la victoria no es lo más importante para ellos, lo que
de verdad les importa viene después. Porque estos no buscan vencer y
llevarse el botín, estos vienen para quedarse. Ellos no se conforman
con llevarse los tesoros de sus víctimas, lo que verdaderamente
persiguen es esclavizar pueblos, convertir a todos los hombres del
mundo en esclavos y que estos les obedezcan y trabajen para ellos
como si fueran ganado. Por eso construyen aldeas fortificadas como
esta. Para que todo el mundo sepa quienes son los que mandan y dónde
reside su poder. Nada que ver con los otros, los de Cartago. La vida
de su jefe les costó comprender que no podían llegar a sangre y
fuego, pero lo entendieron. Y tuvieron que pactar. Aunque esa alianza
ha sido a la postre el principio de nuestra ruina, de la ruina de
toda la Oretania, la excusa final para la invasión y el expolio. No
se les pudo vencer, pero tuvieron que pactar, tuvieron que respetar
nuestro orgullo y nuestro linaje. En cambio estos no. Estos no
respetan a nada ni a nadie. Exterminaron al ejército reunido por la
confederación de ciudades, no dejaron piedra sobre piedra en Ossiria
y hasta Kastilo, la orgullosa ciudad del rey Mucro, tuvo que rendirse
para no ser destruida. Aun así, nadie, absolutamente nadie, hubiera
pensado que fueran capaces de hacer algo como lo del otro día.
Habíamos oído que un grupo de los nuestros, uno de
los que siguen resistiendo refugiados en la sierra, había atacado a
un destacamento romano y dado muerte al que los mandaba. Sabíamos
que habría batidas por la sierra, como ocurre en estos casos,
incluso que habría algunas represalias, pero nada de tanta
importancia como para que los hombres de la aldea dejáramos de
cumplir con el dios-toro en su santuario de la encina. Partimos a la
caída de la tarde, como manda la tradición, si digo que con malos
presagios o con algún tipo de presentimiento sobre lo que iba a
suceder, mentiría. Bien es verdad, como ya se encargó de
recordarnos el agorero de Indivil, que la lechuza se levantó hasta
en tres ocasiones al paso de nuestra comitiva, pero nadie prestó
mayor atención a un hecho tan insignificante. A la salida del sol,
como es preceptivo, ya estábamos ante el santuario. Celebramos todos
los sacrificios para que el dios nos concediera el vigor necesario a
nosotros y a nuestro ganado y presentamos nuestros exvotos
agradeciéndole los favores recibidos. Comimos, bebimos y danzamos y,
ya entrada la noche, dormimos cobijados por la encina sagrada del
dios. A la mañana siguiente emprendimos el camino de vuelta. Ya
desde lejos empezamos a divisar la bandada de buitres girando
incesantemente sobre la aldea. Con el corazón encogido apretamos el
paso anhelando escuchar en cada recodo el vocerío de la chiquillería
que venía a recibirnos. Pero ese día todo era silencio. Un silencio
desolado que cubría como un paño los alrededores de nuestra aldea.
Un silencio reconocible: el silencio de la muerte. El último tramo
lo hicimos a la carrera, en parte porque a esas alturas todo el mundo
sabía que algo terrible había pasado, y en parte porque, con cada
paso que dábamos, se hacía cada vez más perceptible el hedor de la
destrucción. Y a pesar de ello, ninguno de nosotros podía esperar
el espectáculo que habrían de contemplar nuestros ojos. Con la
locura pintada en la cara y la desesperación ardiendo en los ojos,
cada uno se precipitó en busca de los suyos. El aire empezó a
llenarse de gritos de rabia, de llantos o de simples alaridos cuando
los fueron encontrando. En mi caso, todavía llegué a lo que quedaba
de mi choza con la vana esperanza de que los míos no estuvieran
allí, que de alguna manera totalmente inexplicable hubieran podido
escapar a la masacre y todavía anduvieran ocultándose por los
campos. Sin embargo allí estaban. Allí, terriblemente quemada y
cubierta de sangre reseca, estaba la mujer que más he amado en toda
mi vida. Allí estaba mi amor, mi compañera, la ilusión de mis
días, la madre de mi único hijo. Y en sus brazos semicarbonizados,
aún apretaba la carne de ese hijo que tanto deseamos, la carne
inerte, tierna y muerta de nuestro hijo, de la que alguien había
cercenado la preciosa cabeza de pelo ensortijado.
Quise morir y quise matar. Quise morir y quise matar a
un tiempo, sin tan siquiera saber cual de las dos cosas ansiaba más.
Por eso, cuando aquella misma noche Pronio, el brujo, proclamó que
los dioses reclamaban la sangre y las entrañas de uno de los
asesinos para acallar los gritos de los muertos, yo fui el primero en
ofrecerme. Yo, que siempre tuve fama de descreído. Yo, que nunca
había destacado ni como guerrero ni ante el altar. Sin embargo, algo
tuvo que ver Pronio en mis ojos para que, apartando con el brazo al
resto de los candidatos, me eligiera a mí. Guardamos el día de
sacrificios que se le debe a los muertos y fijamos para la noche
siguiente lo que había que hacer. Todo ese tiempo vive en mi cabeza
como entre nubes, como cuando bebes demasiado y la noche se te
entremezcla y tú amaneces al día siguiente igual que si fueras un
extraño. Así amanecí yo agazapado ante la empalizada de troncos.
Los hombres que me acompañaban quedaron atrás, en silencio, a la
espera. Comencé a arrastrarme lo más sigilosamente posible. Había
muy poca luna, eso era bueno. Tenía miedo, eso era malo. No miedo a
que me descubrieran o a que me capturaran, eso no tenía importancia.
El miedo era a fracasar, a fallar definitivamente en lo único que me
quedaba por hacer en esta vida. El miedo no se vence, el miedo te lo
tragas y lo llevas encima como un fardo o una mala digestión, pero
sigues adelante. Habíamos estudiado el sitio. Desde que empezaran a
levantar los muros, lo sabíamos. Si se podían escalar sin ser
vistos era por allí, por la esquina que daba al cerro. Empecé a
trepar. Lo hice con los músculos tensos y el sudor corriéndome por
el rostro y por la espalda. Lo hice esperando que, en cualquier
momento, la cara y la lanza del centinela aparecieran justo ahí,
arriba, a un paso, y todo se malograra. Todavía esperé un poco al
llegar al final, para recuperar el aliento y para encomendarme a los
dioses. Luego me asomé y vi al guardia parado, de espaldas. Por un
segundo caí en la cuenta de la imposibilidad de que no me hubiera
oído, de que no se hubiera percatado de que yo estaba ahí, a tres
pasos escasos tras él. Pero, fuera o no posible, salté al otro lado
y me abalancé como un poseso sobre su espalda. Entonces sí,
entonces intentó volverse, pero ya era tarde. Lo único que pudo
hacer fue lanzar un grito que no necesitaba traducción y que sellaba
mi destino. Lo agarré con fuerza y le pregunté al oído si
recordaba a Tahíla y Jairel. Sé que no pudo entender lo que le
dije, pero aunque lo hubiera hecho tampoco habría podido contestarme
porque a esas alturas yo ya le había abierto la garganta con mi
puñal. Con las fuerzas que me restaban, volteé el cuerpo hacia
fuera y me quedé a esperar al resto de la guardia que ya alborotaba
por toda la muralla.
Ahora Pronio y los demás ya disponen de la sangre y
las entrañas de uno de los asesinos, para que los dioses se aplaquen
y los gritos de los muertos se acallen, y yo voy a morir. No les
tengo ninguna envidia. Una vez que hayan concluido lo que vinimos a
hacer, comprenderán que no tienen nada ni a nadie en este mundo, y
que su único futuro es vagar como lobos expulsados de la manada. Mi
parte, al menos, está concluida. Aunque sé que no es suficiente,
que nunca podrá ser suficiente, no deja de ser un consuelo pensar
que no tengo ningún futuro por el que vagar. Hace rato que la luz
que entra por el ventanuco ha cambiado. La hora está cerca. Quería
matar y quería morir, ahora ya solo me resta morir. Tahíla, amor
mío, espérame que ya falta poco. Haremos juntos el viaje y
llevaremos a Jairel de la mano para que no se pierda por el camino.
Tahíla, amor mío, dame tú las fuerzas que me faltan para afrontar
lo que me queda que pasar. Tahíla, amor mío.