viernes, 19 de abril de 2013

Tras la ventana


Esta mañana llegó pronto. Caminaba sin prisa, dejando que la primavera recién llegada se le metiera en el pelo y jugara con sus ropas. Nada más llegar, inició el ritual diario de apertura: levantó el cierre metálico, abrió la puerta, iluminó el escaparate y, pasados unos minutos, volvió a salir a contemplar el ir y venir rutinario de la calle. Yo ya estaba aquí, en mi puesto, como siempre. Atado a esta silla, a este escritorio y a esta ventana. La vi arribar como el ferroviario al tren matutino, con tranquilidad, con confianza, pero sin poder evitar la sorpresa de verlo ahí, embocando la última curva. Al fin y al cabo nos conocemos desde hace más de dos años, desde el día en que llegué con mi silla, mi hermana y los restos de una vida a este segundo con ascensor que constituye mi último y puede que definitivo caparazón. Para ser exactos, nos conocemos justo desde la mañana siguiente, cuando contemplé por vez primera lo que he contemplado hoy, aunque seguramente eso ella nunca lo sepa.
Hacia las once salió a por el café. Colgó el cartel en la puerta y se me perdió de vista camino de la cafetería que hay en la calle de atrás. Lo de la cafetería lo sé por mi hermana que se la ha encontrado allí alguna vez. A mi hermana si la conoce. Ella baja a comprarle las revistas o los paquetes de folios que yo le encargo. Con el tiempo he ido haciéndome de un buen surtido de su papelería: cuadernos, lápices, carpetas, cartuchos de tinta..., que guardo con cariño y acaricio con devoción de vez en cuando. Como suele ser habitual, volvió apenas diez minutos después, con un vaso en la mano y la cadencia oceánica con que mueve sus caderas. Reapareció entre dos frases que no acababan de casar y su melena negra, además de bandera, recuperó su virtud de bálsamo para mí. Como en A tu lado, cuando esa misma melena me cubría el rostro y yo entreveía el cielo azul envuelto en el perfume de sus cabellos. Cuántas veces he acariciado ese pelo, cuántas veces descansara esa cabeza sobre mi pecho. Regreso al trabajo con la tranquilidad de saberla cerca. Ahí enfrente, tras los cristales del escaparate, tan solo a unos míseros metros en plano inclinado. Noto su presencia apaciguadora y quiero pensar que ella puede sentir mi aura como un velo protector, aunque no sepa de dónde viene ni mucho menos qué nombre ponerle.
Escribo. Escribo con el sabor de su boca en mis labios, con el regusto de tantos besos rendidos, ofrecidos, saboreados. Podría narrar de memoria como fue el primero, el momento en el que nuestros labios cayeron los unos en los otros por primera vez, creo (no creo, lo sé) que lo conté en Por el camino. Como me sé de memoria cada curva de su cuerpo, cada rincón recóndito de su amada orografía. Como puedo inhalar en este mismo instante sus aromas, desde el perfume que lleva y que yo le regalé, hasta la fragancia más íntima que exhala su cuerpo. Escribo. Escribo como siempre. Y recuerdo las noches y las tardes y las mañanas. El goce infinito de tenerla en mis brazos mientras el tiempo se dilata. Aquella suavidad cálida de su mano cuando paseábamos por los alrededores de la finca de mis padres en Veredas. La profundidad de sus ojos frente a la languidez de la tarde en la terraza de aquel café parisino de Montmartre. La violencia febril con la que penetraba su cuerpo, danzando los dos en frenético aquelarre a medio camino entre el placer y el dolor en La noche a tragos. Sí, recuerdo, recuerdo y escribo. Y la mañana va transcurriendo como tantas, sin sobresaltos, como son las mañanas de los amantes cuando se saben el uno del otro, cuando el efecto lenitivo del mutuo conocimiento sosiega los espíritus a la espera de la intimidad necesaria para que el amor y la pasión tornen a sus atávicos ceremoniales. Como suelen ser nuestras mañanas: ella tras su mostrador, yo tras mi ventana y flujos ininterrumpidos de sentimientos y de palabras cruzando cual puentes colgantes la distancia vacía.
A las dos menos cuarto, cerró la puerta acristalada, echó el cierre y desanduvo la acera. Parecía cabizbaja, como preocupada, desde luego nada parecido a su expresión de esta misma mañana. Instintivamente me preocupé. Es cierto que la venta había estado floja, que muy pocos clientes habían traspasado el umbral, que muy pocas bolsas salieron ejerciendo la función para la que fueran ideadas. Pero no menos que otros días. Con el corazón encogido he oído teléfonos mensajeros de la desgracia, he visto sobres portadores de malas noticias, o simplemente gotas que son las últimas, esas que tienen la perversa misión de colmar el vaso. Alternativamente pienso que me excedo, que soy un tonto, que vuelvo a caer en la trampa de malinterpretar cuanto ocurre a mi alrededor. Sin embargo, sin poderlo evitar, me encuentro de nuevo rondando la que ha llegado a ser mi peor pesadilla. Aquella en la que un día cierra la puerta para que no volverla a abrir jamás y recorre por última vez nuestro trozo de acera. O su variante, en la que una mañana su tienda la ocupa un desconocido, alguien incapaz de dar respuesta a las preguntas que le dirijo a través de mi hermana. La misma pesadilla, aquella en la que, por un motivo que siempre se me escapa, ella se marcha para siempre sin decir adiós y sin elevar siquiera la vista hacia mi ventana. De alguna manera, de alguna fatídica manera, vivo esperando la llegada de ese día. Del día en que desaparezca y yo no sepa dónde buscarla. Del día en que mi vida de invalido sea por fin y definitivamente una vida inválida, desamparada, inútil. El mismo día en que dejen de tener sentido estos textos que escribo. Los relatos en los que hemos vivido nuestro amor. Estos relatos que con el mayor de los esmeros compongo tras mi ventana para después publicarlos en este blog, con la esperanza de que un día, al azar, mientras navega distraída por la red, dé con ellos y se reconozca y me reconozca y cruce la calle mirando hacia arriba, con los ojos pequeños, intentando distinguir mi rostro a través del cristal.

miércoles, 10 de abril de 2013

Carta en abril


Radiante. Desde que se levantara, estuvo buscando la palabra con la que definir la mañana y solo le salía el adjetivo “radiante”. No precisamente porque el término le gustara más que otros. Al contrario, palabras había para calificar aquella mañana, palabras como luminosa, pletórica, idílica y hasta esplendorosa. Sin embargo, cada vez que volvía sobre el tema era lo mismo. No había manera, la mañana era radiante.
En cualquier caso, lo que importa es que aquella radiante mañana, tras tomar el desayuno, decidió al fin salir del cuarto en el que había pasado el invierno. Dejó la mesa de trabajo con sus notas y sus libros esparcidos, dejó reposar la pantalla del ordenador y al gastado teclado y, tomando un cuaderno y un bolígrafo cualquiera, buscó acomodo en la mesita de la galería de madera, justo en la esquina de la derecha según se mira a la puerta de entrada. Contempló por un instante el bosquecillo de álamos que cerraba la explanada como si no lo hubiera visto en mucho tiempo, vio pasar unas cuantas nubes blancas, algodonosas y, ensanchando los pulmones, absorbió la mayor cantidad posible de aire primaveral. Luego, abrió el cuaderno y escribió:


Amada mía:
Aprovecho tu ausencia, la lejanía a la que nos condena la obligación inmisericorde, para escribirte una carta. Quizá lo consideres una tontería, porque dentro de nada estaré otra vez contigo y podré decirte sin intermediario alguno lo mismo que ahora escribo. Pero de sobra sabes que no soy de caminos directos y que me es más fácil poner las palabras en un papel que encontrar la ocasión propicia para pronunciarlas. Tampoco esperes que lo que vaya a decirte sea un gran misterio (en todo caso si lo fuera sería “nuestro” misterio), al menos no tanto como para requerir mayores formalidades. Porque lo que quiero decirte, en fin, es que te quiero.
Cuando dentro de unas horas vuelvas, volveré a expresarlo como lo hago siempre, como nos lo decimos cada vez que nos miramos y nos brillan los ojos, como cuando te contemplo y la tenaza del sentimiento me oprime la garganta. Sin embargo, con estas letras humildes y arrogantes a un tiempo, quisiera decírtelo de una manera especial. Letras humildes son, porque miran desde abajo, como se mira a una diosa, la Astarté lúbrica y fuerte que siempre has sido, que siempre eres y que siempre serás. La Astarté nacida de las aguas lustrales que bañan los fondos marinos, la Astarté renacida en cada pleamar, en cada aurora en la que el sol emerge purificado de las profundidades oceánicas, la Astarté dadora de vida, de vientre fértil y manos acariciantes. Esa eres tú. Mis letras son humildes, sí, pero también arrogantes. Participan de la arrogancia escandalosa del que ama, del que ofrenda el amor sin pararse a pensar si ese amor que ofrenda es digno del ser amado. Es más, gozan de la soberbia y de la temeridad del que ama a la diosa, del que aspira sin más fuerzas que las propias y las que el amor le da a ser el único oficiante de un rito sagrado, oculto, vedado a la naturaleza mortal. Así y todo, con esa mezcla de humildad y arrogancia que habita en estas letras, yo te quiero.
Yo te quiero frente a la vida desatenta que desgasta los huesos y las ganas, yo te quiero frente al cielo y al infierno, te quiero frente a la muerte y frente a la nada. Te quiero más allá de las medidas, con la hondura insondable de la tierra, con la fuerza escondida en las montañas. Te quiero sin razón y sin motivo, caballero solitario si hace falta que dichoso abrazara su desdicha por el alto galardón de una mirada.


Tras la última línea se detuvo. Releyó lo escrito. Como tantas veces, no supo qué pensar. ¿Sería lo suficientemente bueno?, ¿diría lo que tenía que decir sin perderse en circunloquios inútiles?, ¿llegaría a buen puerto o erraría eternamente sin alcanzar su meta? Se dijo que nunca lo sabría a ciencia cierta. En todo caso, estaba seguro de que decía la verdad y eso, al menos para él, era lo más importante.
Estiró los brazos y, de repente, sintió ganas de levantarse. Anduvo hasta la cocina y puso a calentar agua para prepararse una taza de té. Cuando volvió el sol estaba alto. La humedad acumulada perlaba de gotas las briznas de hierba, como si de un imposible campo de diamantes se tratara. Aquí y allá, en revoloteos súbitos, los habitantes del aire celebraban la libertad recién recobrada. El pobre, mísero y castigado planeta desplegaba sus pétalos en el periódico ceremonial del renacer. Era abril, su mes, el de los dos.
Concluyó en que hoy, por lo menos hoy, no se acabaría el mundo y con este pensamiento, regresó a la mesa y volvió a escribir:


Nadie mejor que tú sabe de mi vida. Nadie mejor sabe de mis silencios, a veces inacabables, de mis altibajos, de mis largas travesías por el país de los muertos. Nadie mejor sabe de los esfuerzos que hago contra mis miedos, contra el desaliento que me empuja a recluirme eternamente en la covacha de la amargura y el resentimiento. Nadie mejor que tú sabe de mí. En muchas ocasiones pienso que me conoces mejor que yo mismo. No pretendo con eso disculpar mis desatenciones, mis enfados sin motivo aparente, mi terca costumbre de encerrarme en mi mismo sin ver más allá de mi propia desolación. Nada más lejos de mi intención esta mañana. Solo creo que de poco sirve contarte lo que ya sabes.
En lugar de eso, prefiero pensar en tus ojos cuando me miran como solo tú sabes hacerlo, en tu pelo al viento la tarde en que por primera vez te besé en los labios, en el tobogán vertiginoso en el que se convierte tu cuerpo cuando mi boca y mis manos descienden por él. En lugar de eso prefiero pensar en lo que hemos creado juntos, en lo que hemos ido levantando con los materiales de los sueños, el amor y la constancia. En el fruto de tu vientre que me alegra los días y que es una segunda tú que me acompaña cuando tú no estás. En el frondoso vergel en el que se ha convertido mi vida, antes páramo baldío, desde que accediste a llenarla de ti.
En todo eso es en lo que prefiero pensar esta mañana. De todo eso es de lo que me gustaría hablar contigo y por eso te lo escribo. Porque otra vez es abril. Porque otra vez el mundo renace, y con él, nuestra historia, nuestro amor. Porque es abril, un abril eterno que niega a la muerte, que demuestra en la práctica que la vida, la alegría y el amor son posibles en un mundo triste, despiadado y yerto. Es nuestro abril, el tuyo y el mío. Y lloverá, y habrá tormentas de truenos ensordecedores, habrá súbitos aguaceros y lloviznas que nunca parecerán terminar, pero tú y yo sabemos que todo eso es pasajero, porque precisamente así es abril, como la vida, un turbulento devenir cuyo único fin es que vuelva a brillar el sol, pero un sol nuevo, limpio, acrisolado y fresco.
Abril de vez en vez, y el remanso de paz de nuestra casa, y el calor de tu cuerpo todas nuestras noches. Qué más se puede esperar de la vida, dónde mejor esperar a la muerte.
Eso y nada más quería decirte. Esa es la única razón de estas cuatro líneas. ¿Y acaso me parece poco? Pronto volverás y, como siempre, nada más será necesario, pero quizás habrá valido la pena contarte por escrito lo que mis ojos y mi corazón ya te dicen, siempre, cuando estoy contigo.
Tuyo.

Soltó el bolígrafo sobre la mesa, respiró hondo y comprendió que todo lo que quería decir ya estaba escrito. Aún así, despacio, más por costumbre que por necesidad, volvió a leer la carta. Aquí y allá creyó detectar alguna arista, alguna aspereza que limar, frases o expresiones que no acababan de encontrar su acomodo. A pesar de todo, decidió dejarlo como estaba.
Era consciente de que, en todo caso, lo peor venía ahora. Ahora venían las largas horas, el tiempo de la espera. Ahora era la impaciencia y la inquietud. El lento arrastrarse del tiempo del reloj. Hacía ya once años, once abriles y siempre le sucedía lo mismo. La misma ansiedad, el lacerante desasosiego mientras aguardaba el momento. El instante de liberación en el que lo escrito lo abandonaba por fin para alcanzar su verdadero ser. La fracción de segundo en que las palabras escritas dejaban de pertenecerle para ser total, definitivamente, de Ella.