Al llegar, la sala está
casi vacía. Es temprano aún y puedo escoger. Elijo un lugar en la
parte de atrás y un poco hacia un lado. El mejor sitio para ver sin
ser visto. De todas formas no creo que me reconozca, ha pasado mucho
tiempo. Un aluvión de años en realidad. Y yo he cambiado: las
arrugas, las bolsas de los ojos, la barriga que me excede y este
andar cansino, cansado. Qué lejos queda todo. Qué lejos aquellos
primeros años de universidad, el mundo que se abría como una amante
fresca, joven y generosa. Las ilusiones intactas, los amores
urgentes, las ganas siempre a flor de piel. Fue entonces, en la época
del taller. El taller de escritura creativa de Diego Blanco.
Queríamos ser escritores o poetas o guionistas de cine, o todo a la
vez. Todavía recuerdo la primera vez que aparecí por allí. Él ya
estaba y Elena también. Diego nos sentó en círculo como para una
puesta en común y me pidió que me presentara, luego hizo lo propio
con el resto de las personas sentadas en sillas de pala. A mí me
devoraba la vergüenza y me propuse solemnemente no volver. Pero al
final conseguí distenderme, un poco gracias a la habilidad de Diego
y un mucho por la buena disposición de casi todos mis nuevos
compañeros. Todos menos él. Él estuvo seco, altivo, como si me
perdonara la vida por ser tan joven, tan torpe, tan inexperto y, a la
vez, con un no sé qué de resentimiento, como si en otro tiempo o en
otra vida yo le hubiera infligido un agravio irreparable que solo él
recordara. Sí, nunca me lo puso fácil, aun así me quedé.
Poco a poco la sala se ha
ido poblando y casi seguro acabará llenándose. Lo cierto es que la
ocasión lo merece. No todos los días un escritor de su prestigio se
digna hacer una presentación en una ciudad tan pequeña y aburrida
como esta. La difusión ha estado a la altura: radio y televisión,
prensa, cartelería... No ha faltado de nada. La estrella de la
agenda cultural que los del ayuntamiento mandan por correo
electrónico. Abrí la de este mes y ahí estaba él, su foto junto a
la imagen de portada de su última novela. La foto era la de siempre,
la de los últimos tiempos, pero aunque no hubiera sido así lo
habría reconocido igual. Porque él, a diferencia de todos los
demás, apenas ha cambiado. La misma mirada despreciativa, el pelo
ahora entrecano pero repartido de la misma forma, su bigote pulcro y
la media sonrisa con la que te exige pleitesía. Él venía y yo no
podía faltar.
Desde el primer momento
todo el mundo tuvo claro que Elena y él estaban juntos. No hubo
declaraciones oficiales, al menos yo nunca tuve noticia de que se
hubieran hecho, pero era evidente. Se notaba por los señales de
posesión que él lanzaba continuamente, un depredador estableciendo
los límites de su territorio, pero más aún por las mirabas
arrobadas que ella le dedicaba cada vez que él fijaba una posición
o defendía un trabajo. A pesar de ello, no dejaban de ser una pareja
extraña, desigual, asimétrica. Como si su unión no fuera natural,
como si los hubieran ensamblado a la fuerza. Ella mejor que él pero
siempre detrás, como desenfocada. No se trata de que fueran
distintos, es que, vistos por separado, nadie hubiera pensado que
eran pareja. En lo que respecta a mí, tengo que decir que Elena
nunca participó del afán, mayor cuanto más crecía mi crédito
entre los miembros del taller, por ridiculizarme, por mostrarme ante
todos como polvo bajo sus botas de genio en ciernes. Incluso en
alguna ocasión tuvo que sufrir sus furibundas invectivas por
defender alguna idea o alguna obra mía. Después las aguas volvían
a su cauce y él la cogía por la cintura al salir del taller.
Al fin aparece. Lo hace
acompañado del presentador del acto, un periodista bastante conocido
en la prensa y en la televisión local. Aplausos por nuestra parte,
agradecimientos con un leve movimiento de cabeza por la suya. Los
aplausos cesan para que el periodista pueda hacer su discurso de
presentación. Primero el nombre, Juan Amarillo, como si alguno de
los presentes no lo supiera. Luego el torpe recurso de decir que va a
presentar a alguien que no necesita presentación. Por fin, un
torrente de palabras cada vez más pesadas, más reiterativas, más
empalagosas. Él lo mira de vez en cuando con expresión de
condescendencia, como perdonándole su incapacidad para enlazar
adecuadamente la retahíla de halagos. Al final, el presentador se
calla. Aplausos, aunque menos que antes, y el señor Amarillo toma la
palabra. Desde el principio su discurso es pulcro, elegante, bien
cortado; como todo lo que hace, impoluto pero carente de alma. Y
entonces, de dónde sale el fuego que habita sus novelas, por lo
menos en las primeras, las que todo el mundo conoce, ¿cómo puede
insuflar en lo que escribe un sentimiento y una sensibilidad de la
que carece como persona? Me pasé muchos años haciéndome la misma
pregunta. Ahora sé la respuesta.
Los perdí de vista desde
aquella época. Prácticamente desde el mismo día en que Juan
anunció pomposamente que, aun reconociendo lo que había aprendido,
había llegado a la conclusión de que Diego ya no tenía nada que
enseñarle en su carrera como escritor. Según sus propias palabras:
“Había llegado el momento de volar alto, sin trabas y sin
muletas”. Ella también se fue, pero no dijo nada. Luego los
vientos de la vida, en unos casos, y los huracanes del infortunio en
otros, nos fueron desperdigando a todos. Como tantas veces, las
relaciones se fueron enfriando y los contactos dejaron de serlo. En
mi caso hasta la tarde en que volví a encontrarme con Elena.
Después de mucho tiempo,
yo había vuelto a la ciudad por motivos de trabajo. Puede que la
nostalgia o simplemente el desconocimiento de nuevos sitios, me
llevara a tomar algo en el mismo bar al que solíamos acudir después
de las sesiones del taller de Diego. Al principio no la reconocí.
Creo sinceramente que ninguno de nosotros hubiera podido hacerlo. No
solo por las gafas de sol que llevaba en aquel local pobremente
iluminado. Lo que costaba trabajo era pensar que aquella mujer
oscura y decrépita, aquel desecho que miraba con fijeza el vaso de
alcohol con el que libraba batalla mientras soltaba bocanadas de humo
con gesto displicente, era la vital, la inteligente, la afectuosa
Elena, musa inalcanzable de cuantos pasamos por el taller de
literatura de Diego Blanco en aquellos años. De hecho fue ella la
que me vio primero. Con la incomodidad de quien se siente observado,
dirigí mi mirada hacia el lugar que ocupaba y pude ver mi nombre
dibujado en sus labios incluso antes de pronunciarlo: Andrés Azul.
Me acerqué al gesto de sorpresa que anidaba tras las gafas oscuras y
a la voz que decía: “Soy Elena, Elena Rojo. ¿Te acuerdas?”.
Todavía incrédulo la besé, me senté y empezamos una especie de
conversación que ella detuvo al poco tiempo. Con lágrimas tras los
cristales me pidió perdón por su estado, me hizo prometer que nos
veríamos al día siguiente en otro sitio y se marchó del bar
dejando tras de sí un vaho de vodka y destrucción.
Contra todo pronóstico los
dos acudimos a la cita. Ella llegó con las mismas gafas de sol y el
mismo aire de derrota, pero sobria y con una sonrisa que pretendía
emular la de otros tiempos. Ese día sí hablamos. Hablamos hasta
bien entrada la madrugada, cuando cansados y razonablemente borrachos
recalamos en la habitación de mi hotel. En los días siguientes
tuvimos tiempo de pasar revista al rosario de fracasos, frustraciones
y desengaños en los que consistían nuestras respectivas vidas. Los
míos no tienen nada que ver con esta historia, de los suyos solo
supe entonces lo que ella me quiso contar.
Hablamos de maltrato sin
saber lo que hay detrás de esa palabra. No soy ninguna autoridad en
la materia, solo conozco de cerca un caso. Pero en el caso que
conozco, hablar de maltrato es hablar de dominación, de explotación
del otro como si de ganado se tratase, de violencia cruda sobre el
cuerpo y el alma, de plagio y extorsión, de violaciones maquilladas
bajo la etiqueta del amor, de verte reducido a la nada más
miserable, de tu vida quemada en la pira del orgullo y de la bajeza
de quien te martiriza. ¿Cómo se soporta eso?, le pregunté luego
miles de veces. Su respuesta siempre fue la misma: por miedo. “El
miedo – decía ella – es la razón más poderosa que puedas
imaginar. El miedo es el motor que mueve el mundo, por mucho que no
queramos reconocerlo”. Había escapado, se había dejado la piel en
el intento pero lo había hecho, es más, sabía que él no la
seguiría porque amaba su carrera por encima de todo y ella tenía la
llave para derribarla como a un castillo de naipes. Pero a pesar de
eso, no pasaba ni un solo día en el que no tuviera miedo, en el que
no recelara de verlo aparecer en cualquier momento y que ese fuera el
último. En cualquier momento, en medio de una conversación, al
despertar por la mañana o en los vaivenes del sueño.
Mi trabajo en aquella
ciudad concluyó y como nada me retenía allí, le propuse que se
viniera conmigo. Lo hice porque entendía que era lo más natural, lo
hice con la misma naturalidad con la que ella aceptó. Así llegamos
a esta ciudad pequeña y algo desabrida, así colonizamos el frío e
impersonal apartamento que todavía habito, así empezó nuestra vida
juntos. Lo nuestro no era amor. Lo nuestro era el fracaso y la
soledad acompañados, el sosiego y el desahogo de los cuerpos, el
apuntalar continuamente la mutua supervivencia en un mundo que ya
había pasado de largo para los dos. Lo nuestro era un sucedáneo
agradable, un conformarse respetuoso, un cariño compasivo, una
comprensión aderezada de ternura. Lo nuestro no era amor, aunque
quizás se le pareciera. Además, quién tiene derecho a decidir qué
cosa sea el amor.
El caso es que, de una
manera o de otra, la cosa empezó a funcionar. Elena mejoraba, o al
menos eso me parecía a mí. Es verdad que había días en los que el
gesto se le ensombrecía y entonces era la soledad y el llanto y el
vodka, pero también es cierto que eran los menos y que, cada vez con
más frecuencia, buscaba mi compañía para afrontarlos. Yo entonces
cogía un vaso, me sentaba con ella y le contaba cualquier cosa o
dejaba que ella hablara y le cogía la mano o le apartaba el mechón
de pelo que le velaba los ojos, y al día siguiente despertábamos
con dolor de cabeza pero con la sensación de haber superado un nuevo
escollo sin que el barco se hundiera. Otras mañanas estaba radiante,
como aquella en la que me planteo la necesidad de ganarse la vida, la
inmoralidad de seguir viviendo bajo mi techo sin compartir los
gastos. Con una ilusión que no le había visto en mucho tiempo
empezó a buscar. Y lo hizo a conciencia: en los anuncios de los
periódicos, en las oficinas de empleo, en las empresas de trabajo
temporal. Probó varias cosas pero ninguna le cuajó, hasta que halló
ese puesto de comercial a comisión. La zona era asequible, empezaría
ganando poco pero era un trabajo digno y a su edad... El único
problema es que necesitaba un coche. Sin dudarlo le ofrecí el mío y
ella me echó los brazos al cuello y me besó y me prometió que solo
sería por un tiempo, que en cuanto ganara lo suficiente se buscaría
uno aunque fuera de segunda mano, que era muy feliz. Y yo lo único
que recuerdo es que hubiera hecho cualquier cosa para que esa sonrisa
no se le cayera nunca de la cara.
Aquella mañana se levantó
temprano. Yo todavía remoloneé un rato en la cama. Aquella mañana
había niebla. Aquella mañana, según el informe, el firme estaba
resbaladizo y el vehículo, por causas desconocidas, se salió de la
carretera quedando inmovilizado en la cuneta. Todos los indicios
apuntan a que la ocupante del vehículo abandonó este, quizás para
pedir ayuda, invadiendo la calzada. El otro conductor sostiene que
debido a las adversas condiciones atmosféricas, tal y como consta en
su declaración y como se puede comprobar por los partes
meteorológicos del día en cuestión, solo pudo verla cuando ya era
imposible evitar la colisión. Yo no lo sé, yo no estaba allí. Lo
único que sé es que me dejó su ropa revuelta en los cajones,
varias libretas llenas de notas para obras que nunca escribió, una
carpeta con su nombre en el escritorio de mi ordenador y un agujero
grande, negro e indeleble en medio del alma.
Salva de aplausos al final
de la intervención. Sonrisa y repetidas inclinaciones de cabeza a
modo de agradecimiento. Y ahora el autor tendrá la bondad de firmar
los ejemplares de la novela al público asistente. Saco el libro que
compré de camino al acto y ocupo mi lugar en la fila. Conforme esta
avanza voy imaginándome cómo escribiría el momento. Primero le
entregaría el libro, él lo tomaría mecánicamente, sin tan
siquiera mirarme, luego yo pronunciaría mi nombre y él levantaría
la cabeza y yo entonces veré. Veré su gesto, primero de sorpresa,
luego de reconocimiento y por último ridículo, horrorizado al ver
mi rostro flácido tras el agujero negro del arma, al saber que estas
que escucha serán las últimas palabras de su perra vida: “Esto,
por lo que le hiciste a Elena”.
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