viernes, 3 de mayo de 2013

Escritores


Al llegar, la sala está casi vacía. Es temprano aún y puedo escoger. Elijo un lugar en la parte de atrás y un poco hacia un lado. El mejor sitio para ver sin ser visto. De todas formas no creo que me reconozca, ha pasado mucho tiempo. Un aluvión de años en realidad. Y yo he cambiado: las arrugas, las bolsas de los ojos, la barriga que me excede y este andar cansino, cansado. Qué lejos queda todo. Qué lejos aquellos primeros años de universidad, el mundo que se abría como una amante fresca, joven y generosa. Las ilusiones intactas, los amores urgentes, las ganas siempre a flor de piel. Fue entonces, en la época del taller. El taller de escritura creativa de Diego Blanco. Queríamos ser escritores o poetas o guionistas de cine, o todo a la vez. Todavía recuerdo la primera vez que aparecí por allí. Él ya estaba y Elena también. Diego nos sentó en círculo como para una puesta en común y me pidió que me presentara, luego hizo lo propio con el resto de las personas sentadas en sillas de pala. A mí me devoraba la vergüenza y me propuse solemnemente no volver. Pero al final conseguí distenderme, un poco gracias a la habilidad de Diego y un mucho por la buena disposición de casi todos mis nuevos compañeros. Todos menos él. Él estuvo seco, altivo, como si me perdonara la vida por ser tan joven, tan torpe, tan inexperto y, a la vez, con un no sé qué de resentimiento, como si en otro tiempo o en otra vida yo le hubiera infligido un agravio irreparable que solo él recordara. Sí, nunca me lo puso fácil, aun así me quedé.
Poco a poco la sala se ha ido poblando y casi seguro acabará llenándose. Lo cierto es que la ocasión lo merece. No todos los días un escritor de su prestigio se digna hacer una presentación en una ciudad tan pequeña y aburrida como esta. La difusión ha estado a la altura: radio y televisión, prensa, cartelería... No ha faltado de nada. La estrella de la agenda cultural que los del ayuntamiento mandan por correo electrónico. Abrí la de este mes y ahí estaba él, su foto junto a la imagen de portada de su última novela. La foto era la de siempre, la de los últimos tiempos, pero aunque no hubiera sido así lo habría reconocido igual. Porque él, a diferencia de todos los demás, apenas ha cambiado. La misma mirada despreciativa, el pelo ahora entrecano pero repartido de la misma forma, su bigote pulcro y la media sonrisa con la que te exige pleitesía. Él venía y yo no podía faltar.
Desde el primer momento todo el mundo tuvo claro que Elena y él estaban juntos. No hubo declaraciones oficiales, al menos yo nunca tuve noticia de que se hubieran hecho, pero era evidente. Se notaba por los señales de posesión que él lanzaba continuamente, un depredador estableciendo los límites de su territorio, pero más aún por las mirabas arrobadas que ella le dedicaba cada vez que él fijaba una posición o defendía un trabajo. A pesar de ello, no dejaban de ser una pareja extraña, desigual, asimétrica. Como si su unión no fuera natural, como si los hubieran ensamblado a la fuerza. Ella mejor que él pero siempre detrás, como desenfocada. No se trata de que fueran distintos, es que, vistos por separado, nadie hubiera pensado que eran pareja. En lo que respecta a mí, tengo que decir que Elena nunca participó del afán, mayor cuanto más crecía mi crédito entre los miembros del taller, por ridiculizarme, por mostrarme ante todos como polvo bajo sus botas de genio en ciernes. Incluso en alguna ocasión tuvo que sufrir sus furibundas invectivas por defender alguna idea o alguna obra mía. Después las aguas volvían a su cauce y él la cogía por la cintura al salir del taller.
Al fin aparece. Lo hace acompañado del presentador del acto, un periodista bastante conocido en la prensa y en la televisión local. Aplausos por nuestra parte, agradecimientos con un leve movimiento de cabeza por la suya. Los aplausos cesan para que el periodista pueda hacer su discurso de presentación. Primero el nombre, Juan Amarillo, como si alguno de los presentes no lo supiera. Luego el torpe recurso de decir que va a presentar a alguien que no necesita presentación. Por fin, un torrente de palabras cada vez más pesadas, más reiterativas, más empalagosas. Él lo mira de vez en cuando con expresión de condescendencia, como perdonándole su incapacidad para enlazar adecuadamente la retahíla de halagos. Al final, el presentador se calla. Aplausos, aunque menos que antes, y el señor Amarillo toma la palabra. Desde el principio su discurso es pulcro, elegante, bien cortado; como todo lo que hace, impoluto pero carente de alma. Y entonces, de dónde sale el fuego que habita sus novelas, por lo menos en las primeras, las que todo el mundo conoce, ¿cómo puede insuflar en lo que escribe un sentimiento y una sensibilidad de la que carece como persona? Me pasé muchos años haciéndome la misma pregunta. Ahora sé la respuesta.
Los perdí de vista desde aquella época. Prácticamente desde el mismo día en que Juan anunció pomposamente que, aun reconociendo lo que había aprendido, había llegado a la conclusión de que Diego ya no tenía nada que enseñarle en su carrera como escritor. Según sus propias palabras: “Había llegado el momento de volar alto, sin trabas y sin muletas”. Ella también se fue, pero no dijo nada. Luego los vientos de la vida, en unos casos, y los huracanes del infortunio en otros, nos fueron desperdigando a todos. Como tantas veces, las relaciones se fueron enfriando y los contactos dejaron de serlo. En mi caso hasta la tarde en que volví a encontrarme con Elena.
Después de mucho tiempo, yo había vuelto a la ciudad por motivos de trabajo. Puede que la nostalgia o simplemente el desconocimiento de nuevos sitios, me llevara a tomar algo en el mismo bar al que solíamos acudir después de las sesiones del taller de Diego. Al principio no la reconocí. Creo sinceramente que ninguno de nosotros hubiera podido hacerlo. No solo por las gafas de sol que llevaba en aquel local pobremente iluminado. Lo que costaba trabajo era pensar que aquella mujer oscura y decrépita, aquel desecho que miraba con fijeza el vaso de alcohol con el que libraba batalla mientras soltaba bocanadas de humo con gesto displicente, era la vital, la inteligente, la afectuosa Elena, musa inalcanzable de cuantos pasamos por el taller de literatura de Diego Blanco en aquellos años. De hecho fue ella la que me vio primero. Con la incomodidad de quien se siente observado, dirigí mi mirada hacia el lugar que ocupaba y pude ver mi nombre dibujado en sus labios incluso antes de pronunciarlo: Andrés Azul. Me acerqué al gesto de sorpresa que anidaba tras las gafas oscuras y a la voz que decía: “Soy Elena, Elena Rojo. ¿Te acuerdas?”. Todavía incrédulo la besé, me senté y empezamos una especie de conversación que ella detuvo al poco tiempo. Con lágrimas tras los cristales me pidió perdón por su estado, me hizo prometer que nos veríamos al día siguiente en otro sitio y se marchó del bar dejando tras de sí un vaho de vodka y destrucción.
Contra todo pronóstico los dos acudimos a la cita. Ella llegó con las mismas gafas de sol y el mismo aire de derrota, pero sobria y con una sonrisa que pretendía emular la de otros tiempos. Ese día sí hablamos. Hablamos hasta bien entrada la madrugada, cuando cansados y razonablemente borrachos recalamos en la habitación de mi hotel. En los días siguientes tuvimos tiempo de pasar revista al rosario de fracasos, frustraciones y desengaños en los que consistían nuestras respectivas vidas. Los míos no tienen nada que ver con esta historia, de los suyos solo supe entonces lo que ella me quiso contar.
Hablamos de maltrato sin saber lo que hay detrás de esa palabra. No soy ninguna autoridad en la materia, solo conozco de cerca un caso. Pero en el caso que conozco, hablar de maltrato es hablar de dominación, de explotación del otro como si de ganado se tratase, de violencia cruda sobre el cuerpo y el alma, de plagio y extorsión, de violaciones maquilladas bajo la etiqueta del amor, de verte reducido a la nada más miserable, de tu vida quemada en la pira del orgullo y de la bajeza de quien te martiriza. ¿Cómo se soporta eso?, le pregunté luego miles de veces. Su respuesta siempre fue la misma: por miedo. “El miedo – decía ella – es la razón más poderosa que puedas imaginar. El miedo es el motor que mueve el mundo, por mucho que no queramos reconocerlo”. Había escapado, se había dejado la piel en el intento pero lo había hecho, es más, sabía que él no la seguiría porque amaba su carrera por encima de todo y ella tenía la llave para derribarla como a un castillo de naipes. Pero a pesar de eso, no pasaba ni un solo día en el que no tuviera miedo, en el que no recelara de verlo aparecer en cualquier momento y que ese fuera el último. En cualquier momento, en medio de una conversación, al despertar por la mañana o en los vaivenes del sueño.
Mi trabajo en aquella ciudad concluyó y como nada me retenía allí, le propuse que se viniera conmigo. Lo hice porque entendía que era lo más natural, lo hice con la misma naturalidad con la que ella aceptó. Así llegamos a esta ciudad pequeña y algo desabrida, así colonizamos el frío e impersonal apartamento que todavía habito, así empezó nuestra vida juntos. Lo nuestro no era amor. Lo nuestro era el fracaso y la soledad acompañados, el sosiego y el desahogo de los cuerpos, el apuntalar continuamente la mutua supervivencia en un mundo que ya había pasado de largo para los dos. Lo nuestro era un sucedáneo agradable, un conformarse respetuoso, un cariño compasivo, una comprensión aderezada de ternura. Lo nuestro no era amor, aunque quizás se le pareciera. Además, quién tiene derecho a decidir qué cosa sea el amor.
El caso es que, de una manera o de otra, la cosa empezó a funcionar. Elena mejoraba, o al menos eso me parecía a mí. Es verdad que había días en los que el gesto se le ensombrecía y entonces era la soledad y el llanto y el vodka, pero también es cierto que eran los menos y que, cada vez con más frecuencia, buscaba mi compañía para afrontarlos. Yo entonces cogía un vaso, me sentaba con ella y le contaba cualquier cosa o dejaba que ella hablara y le cogía la mano o le apartaba el mechón de pelo que le velaba los ojos, y al día siguiente despertábamos con dolor de cabeza pero con la sensación de haber superado un nuevo escollo sin que el barco se hundiera. Otras mañanas estaba radiante, como aquella en la que me planteo la necesidad de ganarse la vida, la inmoralidad de seguir viviendo bajo mi techo sin compartir los gastos. Con una ilusión que no le había visto en mucho tiempo empezó a buscar. Y lo hizo a conciencia: en los anuncios de los periódicos, en las oficinas de empleo, en las empresas de trabajo temporal. Probó varias cosas pero ninguna le cuajó, hasta que halló ese puesto de comercial a comisión. La zona era asequible, empezaría ganando poco pero era un trabajo digno y a su edad... El único problema es que necesitaba un coche. Sin dudarlo le ofrecí el mío y ella me echó los brazos al cuello y me besó y me prometió que solo sería por un tiempo, que en cuanto ganara lo suficiente se buscaría uno aunque fuera de segunda mano, que era muy feliz. Y yo lo único que recuerdo es que hubiera hecho cualquier cosa para que esa sonrisa no se le cayera nunca de la cara.
Aquella mañana se levantó temprano. Yo todavía remoloneé un rato en la cama. Aquella mañana había niebla. Aquella mañana, según el informe, el firme estaba resbaladizo y el vehículo, por causas desconocidas, se salió de la carretera quedando inmovilizado en la cuneta. Todos los indicios apuntan a que la ocupante del vehículo abandonó este, quizás para pedir ayuda, invadiendo la calzada. El otro conductor sostiene que debido a las adversas condiciones atmosféricas, tal y como consta en su declaración y como se puede comprobar por los partes meteorológicos del día en cuestión, solo pudo verla cuando ya era imposible evitar la colisión. Yo no lo sé, yo no estaba allí. Lo único que sé es que me dejó su ropa revuelta en los cajones, varias libretas llenas de notas para obras que nunca escribió, una carpeta con su nombre en el escritorio de mi ordenador y un agujero grande, negro e indeleble en medio del alma.
Salva de aplausos al final de la intervención. Sonrisa y repetidas inclinaciones de cabeza a modo de agradecimiento. Y ahora el autor tendrá la bondad de firmar los ejemplares de la novela al público asistente. Saco el libro que compré de camino al acto y ocupo mi lugar en la fila. Conforme esta avanza voy imaginándome cómo escribiría el momento. Primero le entregaría el libro, él lo tomaría mecánicamente, sin tan siquiera mirarme, luego yo pronunciaría mi nombre y él levantaría la cabeza y yo entonces veré. Veré su gesto, primero de sorpresa, luego de reconocimiento y por último ridículo, horrorizado al ver mi rostro flácido tras el agujero negro del arma, al saber que estas que escucha serán las últimas palabras de su perra vida: “Esto, por lo que le hiciste a Elena”.

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