Radiante. Desde que se
levantara, estuvo buscando la palabra con la que definir la mañana y
solo le salía el adjetivo “radiante”. No precisamente porque el
término le gustara más que otros. Al contrario, palabras había
para calificar aquella mañana, palabras como luminosa, pletórica,
idílica y hasta esplendorosa. Sin embargo, cada vez que volvía
sobre el tema era lo mismo. No había manera, la mañana era
radiante.
En cualquier caso, lo
que importa es que aquella radiante mañana, tras tomar el desayuno,
decidió al fin salir del cuarto en el que había pasado el invierno.
Dejó la mesa de trabajo con sus notas y sus libros esparcidos, dejó
reposar la pantalla del ordenador y al gastado teclado y, tomando un
cuaderno y un bolígrafo cualquiera, buscó acomodo en la mesita de
la galería de madera, justo en la esquina de la derecha según se
mira a la puerta de entrada. Contempló por un instante el
bosquecillo de álamos que cerraba la explanada como si no lo hubiera
visto en mucho tiempo, vio pasar unas cuantas nubes blancas,
algodonosas y, ensanchando los pulmones, absorbió la mayor cantidad
posible de aire primaveral. Luego, abrió el cuaderno y escribió:
Amada mía:
Aprovecho tu
ausencia, la lejanía a la que nos condena la obligación
inmisericorde, para escribirte una carta. Quizá lo consideres una
tontería, porque dentro de nada estaré otra vez contigo y podré
decirte sin intermediario alguno lo mismo que ahora escribo. Pero de
sobra sabes que no soy de caminos directos y que me es más fácil
poner las palabras en un papel que encontrar la ocasión propicia
para pronunciarlas. Tampoco esperes que lo que vaya a decirte sea un
gran misterio (en todo caso si lo fuera sería “nuestro”
misterio), al menos no tanto como para requerir mayores formalidades.
Porque lo que quiero decirte, en fin, es que te quiero.
Cuando dentro de unas
horas vuelvas, volveré a expresarlo como lo hago siempre, como nos
lo decimos cada vez que nos miramos y nos brillan los ojos, como
cuando te contemplo y la tenaza del sentimiento me oprime la
garganta. Sin embargo, con estas letras humildes y arrogantes a un
tiempo, quisiera decírtelo de una manera especial. Letras humildes
son, porque miran desde abajo, como se mira a una diosa, la Astarté
lúbrica y fuerte que siempre has sido, que siempre eres y que
siempre serás. La Astarté nacida de las aguas lustrales que bañan
los fondos marinos, la Astarté renacida en cada pleamar, en cada
aurora en la que el sol emerge purificado de las profundidades
oceánicas, la Astarté dadora de vida, de vientre fértil y manos
acariciantes. Esa eres tú. Mis letras son humildes, sí, pero
también arrogantes. Participan de la arrogancia escandalosa del que
ama, del que ofrenda el amor sin pararse a pensar si ese amor que
ofrenda es digno del ser amado. Es más, gozan de la soberbia y de la
temeridad del que ama a la diosa, del que aspira sin más fuerzas que
las propias y las que el amor le da a ser el único oficiante de un
rito sagrado, oculto, vedado a la naturaleza mortal. Así y todo, con
esa mezcla de humildad y arrogancia que habita en estas letras, yo te
quiero.
Yo te quiero frente a
la vida desatenta que desgasta los huesos y las ganas, yo te quiero
frente al cielo y al infierno, te quiero frente a la muerte y frente
a la nada. Te quiero más allá de las medidas, con la hondura
insondable de la tierra, con la fuerza escondida en las montañas. Te
quiero sin razón y sin motivo, caballero solitario si hace falta que
dichoso abrazara su desdicha por el alto galardón de una mirada.
Tras
la última línea se detuvo. Releyó lo escrito. Como tantas veces,
no supo qué pensar. ¿Sería lo suficientemente bueno?, ¿diría lo
que tenía que decir sin perderse en circunloquios inútiles?,
¿llegaría a buen puerto o erraría eternamente sin alcanzar su
meta? Se dijo que nunca lo sabría a ciencia cierta. En todo caso,
estaba seguro de que decía la verdad y eso, al menos para él, era
lo más importante.
Estiró
los brazos y, de repente, sintió ganas de levantarse. Anduvo hasta
la cocina y puso a calentar agua para prepararse una taza de té.
Cuando volvió el sol estaba alto. La humedad acumulada perlaba de
gotas las briznas de hierba, como si de un imposible campo de
diamantes se tratara. Aquí y allá, en revoloteos súbitos, los
habitantes del aire celebraban la libertad recién recobrada. El
pobre, mísero y castigado planeta desplegaba sus pétalos en el
periódico ceremonial del renacer. Era abril, su mes, el de los dos.
Concluyó
en que hoy, por lo menos hoy, no se acabaría el mundo y con este
pensamiento, regresó a la mesa y volvió a escribir:
Nadie
mejor que tú sabe de mi vida. Nadie mejor sabe de mis silencios, a
veces inacabables, de mis altibajos, de mis largas travesías por el
país de los muertos. Nadie mejor sabe de los esfuerzos que hago
contra mis miedos, contra el desaliento que me empuja a recluirme
eternamente en la covacha de la amargura y el resentimiento. Nadie
mejor que tú sabe de mí. En muchas ocasiones pienso que me conoces
mejor que yo mismo. No pretendo con eso disculpar mis desatenciones,
mis enfados sin motivo aparente, mi terca costumbre de encerrarme en
mi mismo sin ver más allá de mi propia desolación. Nada más lejos
de mi intención esta mañana. Solo creo que de poco sirve contarte
lo que ya sabes.
En
lugar de eso, prefiero pensar en tus ojos cuando me miran como solo
tú sabes hacerlo, en tu pelo al viento la tarde en que por primera
vez te besé en los labios, en el tobogán vertiginoso en el que se
convierte tu cuerpo cuando mi boca y mis manos descienden por él. En
lugar de eso prefiero pensar en lo que hemos creado juntos, en lo que
hemos ido levantando con los materiales de los sueños, el amor y la
constancia. En el fruto de tu vientre que me alegra los días y que
es una segunda tú que me acompaña cuando tú no estás. En el
frondoso vergel en el que se ha convertido mi vida, antes páramo
baldío, desde que accediste a llenarla de ti.
En
todo eso es en lo que prefiero pensar esta mañana. De todo eso es de
lo que me gustaría hablar contigo y por eso te lo escribo. Porque
otra vez es abril. Porque otra vez el mundo renace, y con él,
nuestra historia, nuestro amor. Porque es abril, un abril eterno que
niega a la muerte, que demuestra en la práctica que la vida, la
alegría y el amor son posibles en un mundo triste, despiadado y
yerto. Es nuestro abril, el tuyo y el mío. Y lloverá, y habrá
tormentas de truenos ensordecedores, habrá súbitos aguaceros y
lloviznas que nunca parecerán terminar, pero tú y yo sabemos que
todo eso es pasajero, porque precisamente así es abril, como la
vida, un turbulento devenir cuyo único fin es que vuelva a brillar
el sol, pero un sol nuevo, limpio, acrisolado y fresco.
Abril
de vez en vez, y el remanso de paz de nuestra casa, y el calor de tu
cuerpo todas nuestras noches. Qué más se puede esperar de la vida,
dónde mejor esperar a la muerte.
Eso
y nada más quería decirte. Esa es la única razón de estas cuatro
líneas. ¿Y acaso me parece poco? Pronto volverás y, como siempre,
nada más será necesario, pero quizás habrá valido la pena
contarte por escrito lo que mis ojos y mi corazón ya te dicen,
siempre, cuando estoy contigo.
Tuyo.
Soltó el bolígrafo sobre la mesa, respiró hondo y comprendió que
todo lo que quería decir ya estaba escrito. Aún así, despacio, más
por costumbre que por necesidad, volvió a leer la carta. Aquí y
allá creyó detectar alguna arista, alguna aspereza que limar,
frases o expresiones que no acababan de encontrar su acomodo. A pesar
de todo, decidió dejarlo como estaba.
Era consciente de que, en todo caso, lo peor venía ahora. Ahora
venían las largas horas, el tiempo de la espera. Ahora era la
impaciencia y la inquietud. El lento arrastrarse del tiempo del
reloj. Hacía ya once años, once abriles y siempre le sucedía lo
mismo. La misma ansiedad, el lacerante desasosiego mientras aguardaba
el momento. El instante de liberación en el que lo escrito lo
abandonaba por fin para alcanzar su verdadero ser. La fracción de
segundo en que las palabras escritas dejaban de pertenecerle para ser
total, definitivamente, de Ella.
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